Ana Margarita Vijil: "Nadie está preparado para la cárcel ni mucho menos para el destierro"
Ana Margarita Vijil relata lo que pasó en la cárcel y como ha vivido el destierro. "Ambas experiencias dejan cicatrices", asegura
Ana Margarita Vijil
Era el 9 de febrero del 2023 por la noche. Me encontraba en medio del salón más grande del Hotel Westin en Washington DC, rodeada de conocidos y desconocidos. La multitud me asfixiaba, el piso se movía y la sensación de haber abierto una alkaseltzer en mi cabeza me nublaba los sentidos, pero estaba alucinantemente feliz.
Seiscientos seis días en aislamiento en solitario, en una instalación policial convertida en cárcel de máxima seguridad por la dictadura Ortega Murillo, pasaban la cuenta a mi cuerpo y mente, pero mi espíritu volaba. Estaba segura de esa liberación, con un convencimiento a veces tachado como mágico, que igualmente algunas personas me achacan ahora cuando digo, con igual énfasis, que lograremos la otra libertad, la de Nicaragua y que será antes de lo que pensamos.
Tan solo el día anterior había hecho por última vez mi rutina carcelaria. Sola en una celda, dividía mi tiempo entre caminatas, manejo del dolor de una lesión en la espalda, comidas y momentos de reflexión. Lo más emocionante, reparador y rebelde del día era la hora de rezar el rosario, que mis compañeras en las otras celdas y yo realizábamos, una actividad prohibida hasta hacía unas semanas en que nuestros carceleros desistieron de amonestarnos por llevarla a cabo.
Llegué a ese salón del Westin después de ser partícipe de una aventura de película. En cuestión de horas y en absoluto sigilo, 222 presos y presas políticas de la dictadura Ortega Murillo, fuimos sacados de nuestras celdas, montados en buses, llevados a la fuerza aérea y entregados a autoridades estadounidenses que facilitaron un avión para trasladarnos a Estados Unidos. No estábamos todos los que debíamos. Varias decenas de personas presas políticas quedaron en la cárcel y, mi amigo y mentor, Hugo Torres, que debió haber subido a ese avión, cumplía ya un año de haber muerto en condición de preso hasta su último minuto.
Esa primera noche, en medio del ajetreo, recibimos instrucciones de cómo proceder con los papeles migratorios, un celular, trescientos dólares, una pequeña mochila con útiles de aseo personal y una chaqueta de invierno. La tarea que teníamos de frente era enorme, para unos más que para otros.
Mientras volábamos a Washington, aunque las sentencias y condenas que nos aplicaron se mantenían vivas, la dictadura cobraba más venganzas. La lista completa de excarcelados y desterrados fuimos privados de nuestra nacionalidad, impedidos de regresar a nuestro país, a nuestro hogar.
Llegamos a un país nuevo, con una cultura diferente, sin nuestras familias y sin perspectivas de un retorno inmediato. Además de las graves carencias económicas, todos debíamos enfrentar las secuelas, los daños producidos por la cárcel, que no eran pocos.
De esos días inolvidables recuerdo especialmente la enorme solidaridad desplegada para el grupo. Decenas de nicaragüenses y estadounidenses desfilaban por el hotel dejando ropa y cualquier otro bien que consideraban podía sernos de utilidad. Nicaragüenses radicados en distintas partes de Estados Unidos rápidamente se organizaron para apoyarnos, abriendo sus hogares y su corazón para nosotros.
Ha pasado un año. Ha corrido mucha agua bajo el puente, podría decir. Nadie está preparado para la cárcel y menos en manos de una dictadura criminal. Nadie está preparado para el destierro tampoco, aunque signifique estar libres. Ambas experiencias dejan cicatrices, huellas profundas, pero también grandes enseñanzas de vida. Hace unos días apenas, Mike Healy con quien compartí en la misma galería, falleció. No puedo nada más que pensar en cuánto del sufrimiento que tuvo hizo fallar su corazón de manera definitiva.
Puedo escribir muchas páginas sobre ambas experiencias. De los dolores y sufrimientos, de los aprendizajes y alegrías. No soy la misma de antes y ya no quiero serlo, me quedo con lo que aprendí. Trabajo para ser una mejor persona, poniendo en perspectiva los problemas y dificultades. Aprecio más el sol, la lluvia en la cara, un abrazo, una sonrisa, un encuentro con personas amigas. La dictadura quiso quebrarme y no lo logró. En la cárcel tuve que correr mis límites para enfrentar sufrimientos y superarlos, muriendo y volviendo a vivir, elevando cada día mi compromiso y afán de construir una Nicaragua linda, libre y justa. Se que vamos a lograrlo.
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