Óscar René Vargas: Las elites de poder
El arte de la política es la combinación de la razón, el conocimiento, el valor y la inteligencia. La dictadura cree que la razón está en la fuerza bruta, pero ignoran que la razón tiene su propia fuerza. ORVE
Oscar René Vargas
El análisis político se infantiliza por la falta de una visión estratégica de mediano y largo plazo, sobre todo si se limita fundamentalmente a las declaraciones públicas de los dirigentes políticos. El debate sobre las estrategias y los proyectos apenas existe porque sólo se busca la adhesión, es decir, poner énfasis en los mensajes y en las personas —sin preocupación alguna por un análisis en profundidad de la realidad concreta, de los hechos, de los datos duros, y, de esa forma, podamos elaborar una estrategia los escenarios posibles—. La falta de estrategia es una concepción atrasada de la política, de larga tradición en la política tradicional.
En la política cotidiana hay que saber combinar las acciones estratégicas con las acciones tácticas, lo que es difícil, porque no es solamente saber conducir tácticamente la lucha política. Es necesario tener en cuenta, primero, de organizar; segundo, de educar; tercero, de enseñar; cuarto, de capacitar; y quinto, de conducir estratégicamente las acciones tácticas para derrotar a la dictadura.
La política real
En política lo real es lo que no se ve. La política real se esconde detrás de las negociaciones de los poderes fácticos debajo de la mesa; la política real se encuentra en el trasfondo de los acuerdos y pactos, en los intereses que mueven en las alianzas -pasajeras o prolongadas-, en la falsa promesa, en la elaborada propuesta, hasta en la inocente invitación a compartir la mesa o sumarse a la tertulia de una fiesta, etcétera.
El reloj político tiene un tic tac menos constante que el de cualquier otro reloj. Está lleno de oscilaciones. Nunca hay continuidad lineal. En política real no se puede pretender hacer pronósticos o análisis tan exactos como en física. El análisis político es suficiente si indica correctamente la línea general de desarrollo y/o ayudan a orientar el curso real de los acontecimientos.
El mundo de la política criolla es un mundo de engaños, de hipocresía calculada y cinismo sin límites. Un mundo en donde la mentira y la manipulación son los instrumentos privilegiados de los políticos tradicionales y del régimen. Es la política de falsa modestia que oculta la prepotencia. La política tradicional es como un circo triste, con actores de segunda en el circo nacional. La mascarada es la máscara y la máscara es el rostro de Pedrarias que representa la cultura política tradicional.
El cinismo ha sido siempre un componente visible de los políticos tradicionales, de los principales actores de la política nacional. En la cultura política nacional podemos encontrar alguna excepción que sólo confirmará la regla. Pero en la era de la dictadura Ortega-Murillo ésta transparente doblez ha llegado probablemente al límite de su posibilidad.
En la política se comete el peor error cuando se actúa en base a pre conceptos tomados del pasado y que refieren a relaciones de fuerza ya superadas. Otro error político es limitarse a exigir solamente elecciones generales, sin presión social, es trasladar la acción política del reino de la realidad concreta al de los sueños. Por sí mismas, las elecciones no pueden producir un cambio en el centro de gravedad del poder actual.
La rebelión de “Abril de 2018”, no estalló a través de un tranquilo proceso ininterrumpido, sino a través de una serie de protestas sociales separadas por intervalos de tiempo que se realizaron entre 2015-2017, a veces prolongados, durante los cuales se fueron modificando las relaciones de fuerzas entre el régimen y el movimiento social en desarrollo.
Las protestas de “Abril de 2018” no fueron un intento de “golpe de estado” como quiere el régimen inculcar en el imaginario colectivo, quieren reescribir la historia para enredar. Buscan la sustitución de una historia veraz, por una versión falsa puesta al servicio de la causa política de la dictadura. La mentira sobre el intento de “golpe de estado” pretende deslegitimar las demandas democráticas de la rebelión de abril de 2018.
La represión permanente tiene como objetivo bloquear el proceso político democrático, además de impedir que el movimiento social se reactive. La actual situación se ajusta plenamente a la definición de crisis: el “status quo” pre-2018 ya no existe, pero todavía no está claro cuándo ni cómo se alcanzará un nuevo equilibrio sociopolítico.
El poder de la familia Ortega-Murillo domina los otros poderes del estado (Legislativo, Electoral, Judicial, lo que ha permitido el surgimiento de una nueva dictadura. Todo poder está referido a una correlación de fuerzas real determinada que ignoran los políticos tradicionales. El objetivo de la represión es neutralizar el nacimiento del contrapoder desde la calle y evitar una nueva correlación de fuerzas sociales adversa a la dictadura. Para la dictadura cualquier acción se justifica para evitar perder el poder, en su lógica el costo marginal de mantener la represión es insignificante en comparación con el costo real de perder el poder.
El régimen utilizó el dinero de la cooperación venezolana como su caja chica para comprar voluntades, cañonear a los zancudos, enriquecer a la Chayoburguesía y conceder exoneraciones a la vieja oligarquía. El régimen compra voluntades, personas, partidos; y están dispuestos a pagar lo que haga falta para comprar a gente que le permita asegurarse su permanencia en el poder. Ese comportamiento mafioso, ese juego sucio, se han extendido por todo el país con el objetivo de dinamitar la unidad de la oposición, neutralizar al movimiento social, reprimir el disenso al interior del orteguismo y permanecer en el poder.
El poder no se ejerce solo
Detenta el poder quien dispone de la capacidad de hacer prevalecer su voluntad sobre los demás, incluso a pesar de la resistencia que estos eventualmente muestran. El poder está presente por todas partes y en todo tipo de relaciones, sean personales o sociales (económicas, políticas o culturales).
El poder no se ejerce solo. Hay personas que lo ostentan y lo representan. Los poderes fácticos cumplen esa función. Hay poderes duros o coercitivos y poderes blandos o persuasivos, pero todos responden al mismo esquema: el poder es la capacidad de que A logre que B haga C, tanto si B está de acuerdo como si no.
Los poderes fácticos están formados por individuos que, situados en posiciones estratégicas en la estructura económica y/o sociopolítica, concentran el poder en sus diversas manifestaciones. Su presencia afecta al funcionamiento de los diferentes órdenes de la vida social y, por ello, ponderar su peso y examinar su comportamiento resulta crucial para analizar y evaluar el carácter democrático u oligárquico de una sociedad.
Los miembros de los poderes fácticos comparten origen, trayectorias y experiencias vitales y suelen estar ligados por lazos familiares, económicos o sociales. Poseen además el interés común de mantener el sistema que les favorece, por lo que trenzan redes de relaciones y troquelan/moldean instituciones del Estado para mantener y reforzar su posición prominente.
El poder dictatorial es atributo de una sola persona que apenas accede a compartirlo con un círculo cercano. Los tecnócratas vinculados al mundo empresarial, altos mando del ejército, empresarios privados, financieros, políticos vinculados al régimen y los sectores radicales del orteguismo son los principales núcleos o anillos de poder comparten el poder con el dictador.
La elite dirigente no ejerce el poder en el vacío, sino al amparo de marcos institucionales que establecen las reglas de juego propicias para sus exclusivos intereses. Son las instituciones económicas, políticas y judiciales las que hacen que unos sean prósperos a costa de los demás y las que presentan al enriquecimiento personal como el indicador de la riqueza.
Las instituciones y el poder
Estas instituciones sirven para que los poderes fácticos económicos, financieros y políticos se asienten y se perpetúen en el poder; que el espacio público se encuentra opacado y falto de dinamismo democrático, contribuyendo a la clausura de la movilidad social. Las instituciones estatales son políticas, también abarcan todo tipo de mecanismos y herramientas económicas como, por ejemplo, las operaciones financieras, que se han convertido en una poderosa palanca de redistribución de la riqueza en favor de gestores y propietarios del capital financiero/bancario y en detrimento de la estabilidad del propio sistema económico, cuyas crisis son soportadas por el conjunto de la sociedad.
En la alianza pública-privada el poder está fundado en la riqueza, los ricos tienen una enorme capacidad de influencia sobre la legislación tributaria, de manera que la línea que separa la evasión fiscal, que es un delito, de la omisión de la carga impositiva dentro de unos planes fiscales que no son delictivos es tan delgada como imperceptible.
La alianza pública-privada permite que la elite económica, bancaria y financiera no pague o pague menos impuestos y el agujero que los ricos provocan al dejar de pagar necesariamente ha de ser cubierto por el resto de la población, haciendo más regresiva la distribución de la carga fiscal y afectando a la igualdad de oportunidades. Esta brecha y la clausura de la movilidad social solo resulta funcional para la reproducción de estos grupos de poder, pero incrementa el descontento social. Por otro lado, estas reglas e instituciones que solo favorecen a las elites asientan la polarización política, social y cultural que hoy padecemos.
Las crecientes desigualdades y el atasco de la movilidad social se contradicen con el discurso meritocrático que afirma que todo el mundo puede triunfar si lo intenta. Sin embargo, las elites se aferran a esa cultura del mérito como justificación, y no solo dan la espalda a quienes se quedan atrás, sino que además se sirven de ese discurso para culpabilizarlos de su retraso.
Esta arrogancia de los vencedores que impone un severo juicio sobre los demás genera una legítima frustración e indignación entre las clases trabajadoras que perciben que aquello que se presenta como fruto del esfuerzo individual no es sino el resultado de posiciones de privilegio.
Percibir en su justa medida la magnitud de este malestar social y, sobre todo, acertar a canalizar la indignación popular y la desconfianza en las instituciones de sostenimiento de la dictadura, requiere comprender que no estamos únicamente ante un problema de justicia y redistribución, sino también ante un problema de reconocimiento y estima social hacia unos sectores que se sienten humillados además de desposeídos.
¿Nuevo pacto? ¿Cohabitación?
La historia no se repite ni tiene marcha atrás. No podemos regresar a la sociedad pre-2018 ¿dividida y marcada por el pacto entre la dictadura y gran capital (público-privado) ?; ambos representan el mismo modelo económico basado en la desigualdad y en el favoritismo a “los de arriba”. Mantener el mismo modelo de dominación implica que se abra la posibilidad de nuevas confrontaciones sociopolíticas.
Razón por la cual, el desenlace de la crisis actual no puede ser el establecimiento de un nuevo pacto entre el régimen y el gran capital como propone los impulsores de la cohabitación; la superación de la crisis implica el quiebre de la dictadura y formulación de una nueva geometría política en el país. Mantener el sistema político autoritario significa la prolongación de la crisis actual, el estancamiento, mayor pobreza, más desigualdad, mantenimiento de la cultura política, nuevas crisis y batallas sociopolíticas.
Actualmente, no existe una estructura organizada de la resistencia pacífica ciudadana, sino que esta ha sido espontánea, sin estrategia ni coordinación y por tanto episódica. En consecuencia, no hay una fuerza de contrapoder interna con la cual se pueda presionar más a la dictadura. Esta ha sido la falla más grande de la oposición en sus distintas expresiones. La división de la oposición plantea una situación difícil que hay que analizar a profundidad para definir qué hacer. Pero lo peor sería que la oposición real (externa e interna) siga la lucha política sin estrategia para construir un contrapoder.
Desde abril de 2018, poco a poco, la clase política se ha encerrado en sí misma, solo hablando entre ellos, y no se han preocupado de los intereses de las víctimas de la masacre (familiares de los asesinados, de los presos, de los heridos, de los desaparecidos y exiliados). Da la impresión que sólo les interesa la gente más que para vender una opción en el mercado electoral. La clase política vive una crisis de legitimidad.
Esta es una redundancia de lo que han sido las élites, la clase política tradicional, en toda la historia de Nicaragua. Por eso es necesario reflexionar, analizar esta triste realidad para evitar seguir en la repetición perniciosa. Es necesario hacer un análisis más allá de lo que se ve, y saber que no es solo errores de las generaciones anteriores sino una cultura política permeada también en la nueva generación.
Abril de 2018 cambió muchas cosas, pero otras son tarea de largo y mediano plazo, el daño social histórico por el pragmatismo resignado y el pensamiento político provinciano, sumado a las ambiciones desmedidas de algunos liderazgos es un asunto que requiere transformaciones profundas y una visión crítica y autocrítica de manera inmediata.
Esta crisis es una oportunidad para ir más allá, para saber que nuestra apuesta no es solamente de cambio de personas en el poder, y que tenemos una gran tarea, y que abandonar la esperanza solo alimenta al régimen y a quienes quieren cohabitar con él. El deterioro de las condiciones económicas y sociales nos señala que la gente no puede más, tenemos que alimentar el proceso de implosión a través de una estrategia que permita el quiebre de los pilares de sostenimiento de la dictadura Ortega-Murillo.
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