El Museo d'Orsay se rinde al Picasso que no interesaba a nadie
Hoy es 27 de septiembre de 1900. Dos amigos, con traje negro, sin un duro y ganas de comerse el mundo, es decir, París, acaban de bajar del tren. Vienen de Barcelona, bulliciosa y avanzada. Uno es un joven que abraza con pasión anarquismo y alcohol, Carlos Casagemas. El otro está a punto de cumplir 19 y lleva en la maleta unos pasteles firmados P. R. Picasso. Pronto olvidará las iniciales de su nombre y del apellido paterno, Ruiz. Este, profesor de dibujo, ha tratado de formarle en el academicismo, pero el hijo quiere más.
Los dos artistas llegan a la estación de Orsay. Reconvertida en museo, hoy abre sus puertas a Picasso azul y rosa. Más de 300 obras, hechas antes de cumplir los 25 años. Acontecimiento cultural del otoño. Una colaboración entre el Museo d'Orsay y el Picasso de París, cuyo presidente, Laurent Le Bon, es el comisario, y la Fundación Beyeler (Suiza).
Nuestros protagonistas, cuyas peripecias les relato de la mano de Pierre Daix (Picasso. Pluriel) y Gilles Plazy (Picasso. Folio) no se hospedaron aquí. Por la misma razón que Azorín sólo aguantó unas noches. Era caro. El escritor describió la chimenea de mármol blanco de su cuarto, el reloj eléctrico, «el piso muellemente alfombrado» y se sorprendió con agrado de que no se oyera el fragor de las locomotoras.
El museo señero del XIX acoge hoy al primer Picasso que se busca aún. Reciben tres autoretratos. El que ilustra esta reseña, el artista con el cuello subido del abrigo, envejecido y barba pelirroja, como su admirado Van Gogh. A ambos lados, el célebre Yo Picasso, con un fular fauve y el sobrio de 1906. Cinco años, tres estilos. Y esos ojos como carbones que van a abrasar el arte.
En 1900, los recién desembarcados, a los que pronto se unió Pallarés, tiraron para Montparnasse. Se quedan en el estudio que Nonell deja en un barrio de mala fama, Montmartre. Les sorprende el bidé. Heredan también sus tres modelos: Odette y dos hermanas cuyos nombres de guerra son Antoinette y Germaine.