Madres miskitas en Costa Rica: sobrevivir en el exilio y enfrentar el terror de perder a sus hijos
Dos años le tomó a Yelena Blass poder reencontrarse con sus hijos. “Eran otras personas. No eran mis niños, tan delgaditos, tan descuidados”, recuerda Yelena aún compungida por el dolor que opacó la felicidad de volver a abrazar a sus hijos.
Las huellas físicas y emocionales de la separación eran innegables. Dos años lloró como madre cargando el pesar de su abandono forzado, dos años lloraron sus hijos la ausencia obligada de mamá. Dos años que marcaron a toda la familia y que aún tratan de sanar en medio de nuevos desafíos, sobreviviendo al exilio en Costa Rica.
Ese día, después de recibir la noticia de que sus hijos habían cruzado la frontera de manera irregular, desde Nicaragua hacia Costa Rica, Yelena no podía pensar en otra cosa, más que encontrarlos. A lo lejos, en el camino solitario, en la zona fronteriza de Peñas Blancas, logró distinguir dos menudas siluetas. Eran sus hijos, pero apenas pudo reconocerlos.
Por instantes, Yelena sintió que el mundo se detuvo. Sus piernas temblaban mientras avanzaba hacia ellos. Pero, los pequeños se le adelantaron. Corrieron a su encuentro y los sollozos no tardaron en escucharse. Cuando finalmente los abrazó, sintió alivio, pero su corazón se le hizo pequeño al notar lo flaco y pálidos que estaban. La separación les pasó factura.
En esos dos años que estuvieron separados, Yelena soñó con ese abrazo muchas noches. Sin embargo, el reencuentro no fue como lo imaginó. Mientras acariciaba sus rostros, con manos temblorosas, palpó el daño que el tiempo y la distancia había causado en sus hijos.
Una parte de ella se rompía por dentro al pensar en todo lo que habían sufrido durante su ausencia. “Cuando ellos me vieron salieron corriendo a abrazarme y yo también. Ellos lloraron”, recordó Yelena. Ella aún llora al recordar ese momento.
Exilio, una herida que atraviesa a toda la familia
Yelena Blass, una mujer miskita originaria de Puerto Cabezas ha tenido una vida de resistencia. Como opositora al régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo, desde mucho antes de la crisis sociopolítica de 2018, enfrentó persecución.
El miedo y la represión la llevaron a tomar la difícil decisión de separarse de sus hijos, que en aquél entonces tenían seis y doce años. Pensó que sería lo mejor para su seguridad. Sus dos hijas mayores, en ese momento, también se quedaron en Nicaragua. “Eso no es fácil. No es fácil salir de su casa y dejar a sus hijos solos. Tuve que salir de mi casa, de mi pueblo, de mi comunidad. Tuve que dejar a mis niños y tuve que salir sola. Hasta el día de hoy, yo sigo llorando”, señala Yelena.
Esa separación temporal no solo dejó marcas en Yelena y sus dos pequeños, sino también en sus hijas mayores, quienes tuvieron que asumir responsabilidades de adultas y de cabezas de familia cuando su madre tuvo que salir huyendo de Nicaragua hacia Costa Rica para ponerse a salvo del Régimen Ortega-Murillo.
“Cuando mi mamá salió de Nicaragua, obviamente, uno se pone triste porque no sabe cuándo va a volver al país. A partir de la separación tuve que hacerme responsable de mis hermanos. Fue difícil. Me quedé sola y tenía que responsabilizarse de todo lo que tenía que ver con mis hermanos”, recuerda Shirley, una de las hijas mayores de Yelena que quedó a cargo de sus hermanos menores en Nicaragua.
La situación se complicó al inicio cuando la falta de estabilidad económica tocó a la familia. “Tuvimos comunicación con mi mamá en ese tiempo, pero al comienzo fue difícil. La responsabilidad, hasta en lo económico, al comienzo fue mía”, cuenta Shirley, quien posteriormente también tuvo que salir de manera forzada por la persecución del régimen de Ortega a su familia.
Sufre quien se va, sufre el que se queda
Cientos de familias indígenas y afrodescendientes nicaragüenses, se han desplazado debido a la violencia de colonos, la persecución política del régimen Ortega-Murillo y la extrema desigualdad, abandono y pobreza en los territorios que habitan estas comunidades originarias. No existe, sin embargo, un diagnóstico preciso sobre cuántos indígenas y afrodescendientes nicaragüenses están exiliados actualmente en Costa Rica.
A partir de 2015, sin embargo, cuando escalaron los asesinatos, secuestros y saqueos por parte de colonos en comunidades del Caribe Norte nicaragüense, se empezaron a conocer más casos sobre el desplazamiento.
Entre 2015 y octubre de 2024, Costa Rica recibió 244,003 solicitudes de refugio, pero no se sabe cuántas de estas solicitudes son de indígenas y afrodescendientes. La crisis sociopolítica de abril de 2018 provocó un éxodo masivo de nicaragüenses, con un pico en las solicitudes de refugio en 2021 y 2022, alcanzando 52,929 y 80,028 respectivamente.
Ashanty Miller, es una de esas miles de nicaragüenses obligada a migrar y buscar refugio en Costa Rica.
“Estaban vigilando mi casa y mi esposo tuvo que salir”, recuerda Miller. Su esposo salió primero de Nicaragua y ella se unió hace un año dejando atrás su natal Puerto Cabezas. Lo que más extraña es “la convivencia familiar”, pero afirma que todos los días mantiene comunicación con su hijo.
Miller tomó la difícil decisión de dejar en Nicaragua a su hijo de 17 años para que él pudiera continuar y culminar sus estudios allá, lo que ambos consideraron mejor. La separación familiar como un sacrificio personal para la estabilidad educativa de su hijo. Pero no deja de doler.
Además de enfrentar esa separación, Miller lidia con las dificultades propias de los migrantes, aún no consigue un empleo estable en Costa Rica. “Nunca ha sido mi plan venir para acá a Costa Rica”, afirma esta miskita.
Con los pocos ingresos que consigue, apenas envía cincuenta dólares quincenales a su hijo en Nicaragua, quien además de padecer las carencias económicas, se ve obligado a adaptarse a la dolorosa realidad de vivir sin su madre. “Me sentía algo raro de saber que mi mamá se iba a otro país. No quería que se fuera”, afirma Darwin.
Ahora Darwin asume las responsabilidades de un adulto, “desde hacer todos los trabajos de la casa”, comenta, hasta hacerse cargo de sí mismo. “No me fue difícil acostumbrarme, solo necesitaba los alimentos para estar bien y que mi mamá esté bien de salud”, reconoce Darwin, hijo de Miller.
El múltiple peso del exilio: mujer, madre, migrante y miskita
Las historias de Yelena y Ashanty, que migraron por la persecución política en Nicaragua, no se alejan del drama que vivió Reyna Ceferino, otra miskita nicaragüense que buscó refugio en Costa Rica. La violencia que azota a los pueblos indígenas y afrodescendientes por la invasión de colonos la obligó a huir.
Reyna Ceferino, originaria de Puerto Cabezas, llegó a Costa Rica en 2021 para reencontrarse con su familia. Su actual pareja, Evelio Ramsin, abandonó el país en 2018, después que los colonos asesinaron a su hermano. “Yo hice el rescate del cuerpo de mi hermano. Mis familiares decidieron que no podía estar ahí porque (los colonos) me reconocieron. Yo no puedo volver”, afirma Ramsin.
Tras el infierno que padeció en Nicaragua, pudo tener un momento de alivio al pisar suelo costarricense. Pero pronto se daría cuenta que traía consigo los estigmas que hacen que el exilio pese cuatro veces más para ella: ser mujer, madre, migrante y miskita en un país como Costa Rica; que de saco y corbata proclama ayuda humanitaria ante la comunidad internacional, pero de puertas para dentro; en instituciones públicas y dinámicas sociales ha sido ampliamente señalado y denunciado por acciones discriminatorias y xenófobas.
Además de sufrir la separación familiar, las mujeres miskitas migrantes enfrentan otras vulnerabilidades. Se ven expuestas a mayores riesgos de abuso institucional o laboral, explotación laboral o sexual y falta de acceso a derechos y servicios básicos, agravando su situación en los países de acogida.
“Sufren violencia, en algunos casos, de sus parejas. Hay casos de abandono. El alto costo de la vida y el limitado acceso al trabajo complica la disponibilidad de alimentos y de vivienda para su familia; muchas andan de vecino en vecino buscando posada, o aguantan mucha hambre”, destacó un líder indígena en el exilio.
A muchas mujeres en sus puestos de trabajos “les prohíben hablar en miskitu, las discriminan por no ser delgadas o por el color de piel. A veces no les pagan completo o las despiden sin el debido proceso”, agregó el líder indígena.
La historia de Reyna
Reyna se asentó en La Carpio, una ciudadela ubicada diez kilómetros al oeste de San José, la capital costarricense, que alberga una gran cantidad de población migrante, principalmente nicaragüenses. Al llegar a Costa Rica vivió una nueva separación familiar. Lo primero que hizo fue buscar a sus hijos mayores, de su anterior matrimonio, quienes vivían con su padre también en La Carpio.
Por razones personales, su hija Johana, de 16 años, ya no estaba con su padre y huyó de la casa de una tía que temporalmente se había hecho cargo de ella. Fue entonces cuando el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) intervino y llevó a la menor a un albergue.
Otra vez estarían separadas, esta vez por la intervención legal de una institución ante la que Reyna, con su escaso español y desconociendo sus derechos, como mujer miskita migrante en Costa Rica no pudo defender su caso. Apenas estaba estableciéndose y conoció de cerca el drama de la separación familiar, pero esta vez en un país extraño.
Tres años vivió “Johana” en el albergue donde tenía techo y comida. En el albergue le ayudaban también con sus estudios, pero faltaba el cariño de hogar. En tres años, Reyna viajó 36 veces por más de 200 kilómetros, desde San José a Liberia, para visitar a su hija en el albergue. “Yo le animaba bastante”, recuerda Reyna.
A pesar de todos sus esfuerzos fue hasta que “Johana” cumplió 18 años que la institución le permitió salir del albergue para reunirse con su familia.
A esa difícil situación que vivió con “Johana” se sumaría después otra amenaza. Meses después, Reyna enfrentó el riesgo de perder a su hijo de 15 años. Durante un periodo en que estuvo hospitalizada, su hijo “agarró calle” y se fue a vivir temporalmente con una vecina. El PANI, en lugar de investigar esa situación, intentó separarla de su hijo. Para su fortuna, el caso se esclareció y el adolescente se reintegró a su núcleo familiar. “A veces el PANI actúa bien, otras veces mal (…) Hay que investigar primero”, señala Reyna.
PANI, el terror de las madres migrantes
La intervención del PANI, como en el caso de Reyna Ceferino, no es aislada. Una familia indígena nicaragüense enfrentó una situación similar con su hija de seis meses. Al desconocer su derecho a recibir atención médica gratuita en Costa Rica para su hija menor de edad, optaron por tratar a su hija enferma con medicina tradicional. Sin embargo, esta decisión resultó en una larga separación de la menor ordenada por el PANI.
Al observar que la niña no mejoraba, la familia acudió al hospital. Allí, el personal médico, al suponer que la niña se encontraba en situación de desprotección, alertó a una trabajadora social, explicó Jhoswel Martínez, presidente de la Asociación Intercultural de Derechos Humanos (Asidehu), quien está familiarizado con este caso.
“La trabajadora social determinó que se le tenía que quitar la persona menor de edad a sus padres, porque no le dieron atención médica inmediata”, señala Martínez.
El PANI intervino en este caso y después de una visita en el hogar de esta familia, validó la versión de la trabajadora social del hospital. Los padres de la niña entraron en una disputa que duró dos años. “A los padres se les quitó a su menor y se le amenazaba constantemente con quitar al otro hijo. Al final, después de tanta disputa se pudo recuperar a la menor, pero tras mucho tiempo de discusión con el PANI”, denunció Martínez.
El abogado de Asidehu explicó a IP Nicaragua y Entrepatrias que los procesos con el PANI son “bastante largos”. “El PANI tiene la potestad de denunciar a una familia por negligencia, por agresión a un menor, recomendar quitar la patria potestad de la persona menor de edad y asignársele a otra persona”, explicó el abogado de Asidehu.
“Las familias simplemente tienen terror, porque el PANI actúa a discreción. Entonces, hablamos de un terror fundamentado, actúan de manera impositiva, de manera autoritaria, en muchos casos de forma infundada también”, denunció Martínez.
Generalmente, según Martínez, son “personas cercanas a la casa, no la familia”, quienes denuncian distintas situaciones al PANI. “Son vecinos, son personas que pasaban enfrente y escucharon la situación con una menor de edad, y consideraron necesario llamar al PANI”, relató el abogado.
En Costa Rica, las familias indígenas y afrodescendientes nicaragüenses enfrentan múltiples desafíos y carencias al intentar adaptarse a una nueva vida en el exilio. Pero nada de esto parece ser suficiente motivo de análisis o consideración para que instituciones como el PANI intervengan en casos de denuncias y determinen separar a los hijos de sus madres, aún cuando ellas demuestran ser responsables y estar al cuidado de sus hijos.
Su realidad las sobrepasa: las trabas de comunicación por el lenguaje, la falta de recursos económicos, el desempleo, la burocracia, el desconocimiento de sus derechos y deberes, la discriminación racial o xenofobia, sumado a las condiciones precarias en las que deben asentarse junto a otras cientos de familias en barriadas como La Carpio o nuevos asentamientos que van creciendo con la llegada de más familias exiliadas por la crisis sociopolítica, violencia y pobreza que enfrentan sus comunidades en Nicaragua.
PANI asegura que no busca la “desintegración de la familia"
Desde que Reyna Ceferino llegó a Costa Rica en 2021 para reencontrarse con su familia ha tenido que batallar duro, no solo con los recuerdos por la dura realidad que enfrentó al ser separada de su hija “Johana”, sino por su estado de salud deteriorado.
Ceferino es una de las tantas mujeres miskitas nicaragüenses que migraron a Costa Rica en los últimos años, donde han tenido que enfrentar una nueva separación familiar por la intervención del Patronato Nacional de la Infancia (PANI).
Ante la doble separación familiar que viven las familias miskitas en Costa Rica, la primera con el exilio y luego, con la intervención PANI, esta institución afirma que cuando intervienen en casos donde consideren se violentan los derechos del niño, niña o adolescente, procuran “asegurar el interés superior de la persona menor de edad”.
Para garantizar el bienestar del niño, niña o adolescente, el PANI “separa y protege a los hijos de sus padres”.
“El PANI no quita la tutela, la tutela es una institución jurídica del Derecho de Familia, que implica el poner fin a la autoridad parental de padres sobre sus hijos y eso solo lo puede dictaminar un juez de la República”, respondió la institución al ser consultada por IP Nicaragua y Entrepatrias.
Previo a que ocurra una “separación de la persona menor de edad de su grupo familiar nuclear”, se realiza preventivamente un “proceso de intervención”, afirmó la institución. “No es sino hasta que se tiene identificado que se están violentado derechos fundamentales, cuando se valora una separación (...) El PANI nunca va a buscar una desintegración total de la familia”, señalaron.
Según el PANI, esta institución ha abordado situaciones relacionadas con el consumo de licor, drogas, abuso sexual, violencia intrafamiliar, negligencia de cuido, relaciones impropias, exclusión educativa y embarazo adolescente.
Tres casos de familias miskitas
La institución informó que “no hay un reporte específico o conteo” de casos que tengan que ver con nicaragüenses, debido a que “muchas de las atenciones, se dan sin tener claridad de cuál es la nacionalidad de la persona”. Sin embargo, tomando en cuenta la zona de atención de las oficinas locales, “es un número importante”.
No obstante, afirman que este año han atendido tres casos de familias indígenas miskitas.
“El plazo máximo que desde la institución se puede dar para que permanezca bajo la protección es de seis meses, sin embargo, este plazo se puede ampliar en beneficio de la persona menor de edad”, afirma el PANI.
Extender el periodo de separación tiene que ser avalado por un “juez de familia”, afirmó la institución.
La realidad de los desplazados
Bersilia Alfred llegó a Costa Rica hace cinco años y reconoce que, a veces, las madres solteras construyen “ranchitos” en los “precarios”, como se le conoce a los asentamientos espontáneos en Costa Rica, porque “no pueden pagar” el alquiler de una casa. Es precisamente esa acción de supervivencia que las pone en la mira del PANI.
“A algunas personas les quitaron sus hijos, pero ya se los entregaron, por lo mismo. Porque, a veces vienen madres solteras y no pueden pagar casas”, señaló Alfred, una mujer miskita que vive en San José.
Un líder indígena agregó que “hay otros casos de familias a los que el PANI les ha quitado a sus hijos bajo el argumento de que no tienen las condiciones para su adecuado cuidado y desarrollo”, afirmó.
Un diagnóstico sociodemográfico y económico elaborado mediante una encuesta a 670 personas de la población indígena y afrodescendiente de la mosquitia de Nicaragua, que conforman 309 hogares asentados como migrantes y exiliada en Costa Rica, reveló que la mayoría vive con menos del salario mínimo costarricense; menos de 358,000 colones al mes. Eso equivale a unos 710 dólares estadounidenses, en un país donde el promedio de renta es de 450 dólares y el costo de la canasta básica ronda los 122 dólares por persona.
Estas familias están asentadas mayormente en el área metropolitana de San José, en Purral de Guadalupe, Alajuelita, La Carpio y Pavas.
“Hay situaciones particulares en las que migra toda la familia, y esto está relacionado con el nivel de exposición a situaciones de violencia. Por temor, toda la familia puede estar en peligro, lo que también es un indicador de desintegración familiar”, explicó una de las investigadoras.
La investigadora considera que habría que ver los “mecanismos interinstitucionales que tiene el PANI con otras instituciones costarricenses” para analizar situaciones de las familias que tienen que ver más con temas económicos que de abuso o desprotección.
Las familias indígenas y afrodescendientes que llegan a Costa Rica sufren un cambio radical en sus vidas. Además de la barrera lingüística, deben acostumbrarse a otras dinámicas de vida. El proceso migratorio los obliga adaptarse a nuevos contextos socioeconómicos y culturales.
“Este cambio implica, entre otras cosas, la transformación de sus medios de vida. El apego a la tierra tiene un significado distinto”, explicó un funcionario del Observatorio de Pueblos Indígenas y Afrodescendientes de Nicaragua (Opianic).
ACNUR vigilante del desplazamiento
Para ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, el número de desplazados a Costa Rica es mayor. Desde 2018, más de 317,000 nicaragüenses huyeron a este país en busca de protección internacional, debido al “continuo deterioro de la situación sociopolítica y de Derechos Humanos”.
“Esto ha afectado significativamente a comunidades vulnerables, incluyendo a los pueblos indígenas y afrodescendientes, que tienen poca o nula representación en la toma de decisiones en su país de origen”, informó ACNUR.
Esta organización internacional confirmó que “tiene conocimiento de varias causas que han impulsado el desplazamiento forzado de personas indígenas miskitu hacia Costa Rica”.
Aunque, la Agencia de la ONU para los Refugiados, evitó brindar información sobre casos específicos, para paliar las vulnerabilidades que enfrentan las personas desplazadas “apoya con cooperación técnica” al Gobierno de Costa Rica en la respuesta que brinda a las personas con “necesidades de protección internacional”.
Con el PANI, la Agencia de la ONU complementa los “esfuerzos de protección e inclusión de las personas refugiadas” y mediante sus agencias socias cuenta con “servicios de protección a la niñez y adolescencia, así como con servicios de acompañamiento psicosocial y orientación legal”.
El escudo legal de las comunidades indígenas
Organizaciones internacionales como el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil) consideran que existe un robusto marco legal que protege los derechos de las comunidades indígenas.
“Bajo el derecho internacional existe un principio base, que es el principio de igualdad y no discriminación”, señala Gabriela Oviedo, coordinadora del equipo de movilidad humana en Cejil.
Ese marco legal debe “regir las actuaciones estatales frente a poblaciones indígenas”, explicó Oviedo.
Este marco de protección incluye instrumentos como la Convención Americana de Derechos Humanos, la Declaración Americana y los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que garantizan derechos colectivos fundamentales. Específicamente, el Convenio 169 de la OIT obliga a los estados a "garantizar ciertos derechos territoriales, realizar consultas previas, proteger sus lenguas, tradiciones y sistemas de organización".
Según Oviedo, para Costa Rica estos tratados representan obligaciones vinculantes que buscan preservar la identidad cultural de las comunidades indígenas, reconociendo sus particularidades y evitando cualquier forma de discriminación o reproducción de estereotipos racistas.
"Es fundamental comprender que estas comunidades son transnacionales, sus territorios no se limitan a fronteras políticas", enfatizó Oviedo.
La protección debe ir más allá de marcos nacionales, reconociendo sus experiencias, sus sistemas de organización y su derecho a preservar sus tradiciones culturales, considera Oviedo. La especialista advierte que cualquier análisis o política pública que no considere estos principios podría estar reproduciendo “patrones racistas o interpretaciones discriminatorias” expresamente prohibidos por la legislación internacional.
En tierra ajena, estas familias desplazadas libran una batalla silenciosa por mantener vivas sus tradiciones ancestrales. Entre la gratitud por el refugio encontrado y el peso de los obstáculos diarios, sus corazones se dividen entre dos mundos. Sin restar importancia a sus tradiciones ancestrales, la primera batalla en estas historias, para estas madres, parece ser tener un techo digno, alimento y a sus hijos en casa, trabajar para que no les quiten a sus hijos, para poder empezar a rehacer una vida en un país ajeno.
Las voces de denuncia como la de Reyna emerge como testigos de un dolor compartido, en el que las mujeres miskitas migrantes van entretejiendo sus historias con las de cientos de familias indígenas y afrodescendientes nicaragüenses que, en suelo costarricense, intentan reconstruir sus vidas, sin renunciar a las raíces que definen su identidad e intentando conocer los derechos que les asisten en tierra extraña.
Publicado originalmente en IP y Entrepatrias.