Corazón, cerebro, riñones, sistema inmunológico: todo lo que no sabemos sobre el daño que produce el coronavirus más allá de los pulmones
Desde que comenzó a infectar personas, hace seis meses, el nuevo coronavirus se presentó como una neumonía atípica; una enfermedad que causaba síntomas, leves o graves, en el tracto respiratorio; por fin su símbolo llegó a ser el respirador. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo los médicos del mundo entero acumulan pruebas que contradicen aquella primera impresión: “El COVID-19 puede provocar el fallo de los riñones, acelerar el sistema inmunológico del cuerpo de manera catastrófica y causar coágulos que impiden la circulación de la sangre a los pulmones, el corazón o el cerebro”, describieron Clifford Marks y Trevor Pour, dos médicos de emergencia del Hospital Mount Sinai de Nueva York.
“Es una enfermedad de complejidad notable”, advirtieron en un artículo para The New Yorker, “que hasta los médicos más experimentados encuentran difícil de comprender”.
Con el hashtag #medtwitter, pero también en sus blogs y mediante podcasts, los miembros de la comunidad médica de los Estados Unidos —el epicentro actual de la pandemia, con 1,12 millones de infectados y casi 66.000 muertos— tratan de armar, en una competencia dispar contra el tiempo del que disponen sus pacientes, un rompecabezas hasta ahora incompleto. Pero en el que empiezan a surgir formas reconocibles del modo en que el COVID-19 afecta todos los sistemas de órganos que interactúan en el cuerpo humano.
“La falta de aire que es más característica del COVID-19 se entiende bastante bien”, comenzaron Marks y Pour su análisis, sistema por sistema, con el respiratorio. “Se origina en las delicadas bolsas de aire de los pulmones, llamadas alvéolos, donde la sangre y el aire se hallan separadas por membranas tan finas que el oxígeno y el dióxido de carbono pueden entrar y salir —respectivamente— de la corriente sanguínea”, explicaron. “El COVID-19 severo hace que muchos de ellos colapsen o se llenen de líquido”.
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Para devolver a la sangre el oxígeno que necesita, los médicos disponen de dos herramientas: pueden dar a los pacientes un gas con una concentración superior al 21% de oxígeno que se halla en el aire natural o pueden utilizar un dispositivo de presión positiva, como el CPAP que utilizan las personas con apnea de sueño, o un respirador. De ese modo “se puede crear una especie de presión sostenida del aire dentro de los pulmones, que mantiene los alvéolos abiertos y por eso más receptivos al oxígeno en momentos en los cuales los pulmones quedarían vacíos de aire”, describieron.
Otra alternativa que se ha probado en los hospitales, y que se ha visto en muchas fotos de pacientes intubados en la unidad de cuidados intensivos, es acostarlos sobre sus vientres, en lugar de sobre sus espadas, durante algunas horas por día. “Esa posición aprovecha la gravedad para que coincidan algunas áreas de los pulmones llenas de aire con las áreas de mayor flujo sanguíneo”, ya que boca abajo se abren algunas secciones del interior de los pulmones que boca arriba quedan aplastadas.
El misterio de la hipoxemia silenciosa
Pero todas esas certezas sobre el blanco número uno del SARS-CoV-2 chocan con algunos misterios, el más destacado de los cuales es por qué hay pacientes que tienen un nivel de oxígeno en sangre que los pone en peligro y, sin embargo, parecen estar bien.
“Los médicos controlan la saturación de oxígeno de los pacientes con COVID-19: monitorean el porcentaje de moléculas de hemoglobina en el torrente sanguíneo que realmente transportan oxígeno”, presentaron los especialistas en emergencias en su artículo para The New Yorker. “Normalmente, en los pacientes con pulmones sanos, un nivel de saturación de oxígeno inferior al 90% es motivo de grave preocupación: cuando los órganos vitales como el corazón y el cerebro se quedan sin oxígeno, el riesgo de muerte se dispara. Pero estamos descubriendo, extrañamente, que algunos pacientes de COVID-19 pueden permanecer subjetivamente cómodos incluso cuando sus niveles de saturación caen muy por debajo de estos rangos”.
Gente que llega a la guardia por otros síntomas, pero que no siente falta de aire aunque su riesgo de muerte por falta de oxigenación es altísimo. “Esta hipoxemia silenciosa causa temor entre los médicos, que asociamos porcentajes tan bajos con una muerte inminente. Y es profundamente desconcertante, ya que las cifras parecen inverosímiles”, siguieron Marks y Pour.
“Esta hipoxemia silenciosa, ¿es una señal de que, aunque un paciente se sienta relativamente bien, está en peligro? ¿O es que el virus interfiere de algún modo con la hemoglobina de la sangre? ¿O con las partes del cerebro que nos alertan cuando necesitamos más oxígeno?”, plantearon. No se sabe. Las teorías abundan.
Y mientras tanto, los médicos deben decidir, sin saber con certeza científica qué corresponde: ¿hay que conectar a una persona a un respirador, porque está al borde de la muerte, o no vale la pena un procedimiento tan invasivo cuando se trata del coronavirus?
“En los primeros tiempos del tratamiento la baja de saturación de oxígeno que no mejoraba se considera en general un indicio de que era necesaria una intubación, de inmediato. Pero a comienzos de marzo los médicos en línea comenzaron a difundir algunos informes de pacientes que estaban bien a pesar de tasas de saturación contradictoriamente baja”, recordaron, y citaron un caso en particular de una paciente que miraba despreocupadamente algo en su teléfono mientras el monitor a sus espaldas mostraba una saturación de oxígeno del 54%: cualquier medición debajo del 60% indica la necesidad urgente de oxígeno suplementario.
“Hasta que comprendamos mejor la fisiología detrás de la hipoxemia silenciosa, y la razón por la cual algunas personas la experimentan y otras no, no tenemos otra alternativa que vivir con el misterio”, concluyeron.
La reacción exagerada (y peligrosa) del sistema inmunológico
Pocas horas después de la invasión de un virus, el sistema inmunológico del cuerpo humano está ya en acción. Primero reacciona el sistema inmunológico innato, que a diferencia del adaptativo reconoce un número limitado de moléculas propias de diferentes clases de microbios (el sistema adaptativo tiene una capacidad más sutil y de mayor diversidad). El sistema innato libera una familia de señales químicas de socorro, llamadas citoquinas, que parten del sitio de la infección e instruyen al cuerpo para que suba su temperatura y aumente el flujo sanguíneo al área afectada, a la vez que activan otras células inmunológicas para que comiencen a producir anticuerpos específicos contra el invasor.
Pero las citoquinas también provocan otras cosas.
“Su esquema tiene una debilidad. Algunos patógenos pueden provocarlo de manera perversa, de modo tal que pone al sistema inmunológico en su conjunto en un estado frenético. En lo que se conoce como una tormenta de citoquinas, la fiebre y la inflamación se descontrolan”, escribieron. Se consolida entonces un círculo vicioso que hace que la reacción inmunitaria excesiva sea potencialmente mortal: una retroalimentación entre las citoquinas y las células inmunitarias. Se cree que esto sucede en las pandemias —se observó en el caso de la gripe de 1918 y en el SARS de 2003— pero “no queda claro por qué algunos pacientes pueden sufrir este fenómeno y otros no”, destacaron Marks y Pour.
“Ante una tormenta de citoquinas en un paciente, un médico puede tratar de modular la respuesta inmunológica. El problema es hallar el equilibrio adecuado”, siguieron. A algunos pacientes los puede beneficiar que, con control médico, les bajen las defensas; para otros, en cambio, algo así podría ser en extremo dañino. “Algunos hospitales han comenzado a administrar, con cautela, esteroides o medicamentos que inhiben la citoquina IL-6. Pero los datos de alta calidad provenientes de ensayos clínicos sobre estos tratamientos no van a estar disponibles hasta dentro de mucho tiempo”.
Y aun si hubiera resultados durante la pandemia, y aun si fueran alentadores, seguiría siendo difícil distinguir entre un paciente a quien una baja inducida de las defensas le haría bien y uno al que le haría mal. “En el pasado, los médicos han interpretado un nivel elevado de la proteína ferritina en la sangre como señal de que está sucediendo una tormenta de citoquinas. Algunos utilizan esa prueba en el tratamiento de COVID-19. Sólo el tiempo dirá si tienen razón”, advirtieron.
El coronavirus obstruye la corriente sanguínea
Del mismo modo que el sistema inmunológico requiere un equilibrio delicado entre las defensas suficientes para destruir una infección sin que sean excesivas como para destruir también tejido sano, la sangre vive en un forcejeo similar entre la dilución y el coagulado. Si la sangre está muy diluida, el menor roce puede causar hemorragias, algunas mortales, como saben los que sufren hemofilia; pero si está muy densa, se forman coágulos sin que haya traumatismo, lo cual podría causar obstrucciones y, también, algunas de ellas son mortales si suceden en el corazón, los pulmones o el cerebro.
Desde la década de 1990 los médicos miden una proteína de la sangre, el dímero D, para saber si la sangre puede presentar coágulos. Y si bien a ningún encargado de pacientes de COVID-19 le asombró encontrar valores mayores —muchas infecciones lo aumentan—, a casi todos les sorprendió la magnitud de las cifras.
“Unos pocos pacientes parecen tener una coagulación patológica generalizada”, contaron los médicos de emergencia del Mount Sinai de Nueva York, y dieron como ejemplo el caso de uno que ellos mismos atendieron: un hombre de 50 años que mostró un resultado de 1.000, elevado pero no escandaloso, en ese estudio. “Pero cuando un médico intentó ponerle una vía en una de las venas femorales —la más grande de las piernas— descubrió, mediante un ultrasonido en el lugar, que estaba llena de coágulos. La segunda prueba de dímeros D, realizada pocas horas después de la primera, registró un nivel de más de 10.000. El hombre murió varias horas después”.
Una razón posible es que las tormentas de citoquinas causen una coagulación excesiva. Pero aun si los médicos aumentaran la cantidad de anticoagulantes que se les dan a los pacientes que deben permanecer hospitalizados (porque la mera inmovilidad prolongada puede causar trombos), no se sabe cuál sería la cantidad adecuada en el caso de los infectados de COVID-19, y un exceso también podría ser mortal.
Ataque directo al corazón
Entre la batería de pruebas que se realizan a un paciente en estado crítico, una busca troponinas cardíacas, una clase de proteínas que sólo se encuentra en el corazón. Si aparecen en el torrente sanguíneo es porque el músculo cardíaco está lastimado. “Algunos pacientes graves de COVID-19 tienen niveles elevados de troponinas, sus corazones parecen estar dañados. No estamos del todo seguros de qué causa el daño, sin embargo, y por eso no sabemos exactamente cómo tratarlo”, plantearon Marks y Pour.
Una de las principales causas de daño cardíaco es la privación de oxígeno: “Es lo que sucede en un ataque cardíaco, cuando la obstrucción súbita de una arteria coronaria impide que el oxígeno llegue al músculo cardíaco. La privación también puede suceder cuando los pulmones enfermos no logran que el oxígeno ingrese al torrente sanguíneo o cuando la sepsis causa una caída tan grande de la presión sanguínea que aun la sangre debidamente oxigenada no consigue llegar al corazón a tiempo”, explicaron. “Estos problemas son importantes y, a grandes rasgos, los médicos saben cómo responder ante ellos”.
Una vez más, ninguno parece ser lo que provoca el SARS-CoV-2. “Tal vez la coagulación desmedida obstruye la circulación en cada uno de los vasos sanguíneos”, teorizaron. Pero también hay otras posibilidades: “Los primeros informes de China sugerían que el coronavirus podría atacar directamente al músculo cardíaco, causando un síndrome llamado miocarditis. Nadie sabe con certeza cuál podría el mejor tratamiento para esta forma de miocarditis. Algunos médicos han informado que los esteroides pueden servir, pero los esteroides también actúan como inmunosupresores. En la terapia intensiva con frecuencia es difícil equilibrar un sistema de órganos sin desestabilizar otro”.
El daño que sufren los riñones
Ni siquiera el sistema renal —que filtra la sangre y expulsa del cuerpo ciertos compuestos, mediante la orina, además de regular la exacta cantidad de electrolitos que necesitan las células para funcionar— parece quedar a salvo del nuevo coronavirus. “La insuficiencia renal total es una sentencia de muerte si no se la aborda de inmediato. Lamentablemente muchos pacientes críticos de COVID-19 la están desarrollando”.
Del mismo modo que en el pico de la epidemia en cada país se dio una falta de respiradores, insumos y personal para operarlo, también se observó escasez de máquinas de diálisis —que pueden cumplir la función de los riñones temporariamente—, los fluidos que se emplean y los técnicos que saben hacerlo. Y a diferencia de los pulmones, todavía no se sabe qué sucede con los riñones de los pacientes de COVID-19 cuando se recuperan.
“Parece probable que algunas personas puedan recuperar sus funciones renales mientras que otras podrían perderlas de manera permanente”, escribieron los médicos del Mount Sinai. “Tampoco sabemos por qué la gente sufre insuficiencia renal, en primer lugar. Como sucede con el corazón, es posible que la privación de oxígeno sea el problema. Pero algunos clínicos argumentan que el virus ataca directamente las células renales, y existen datos de biopsias realizadas en China que sostienen esta tesis”.
Complicaciones en el cerebro y el sistema digestivo
Dado que para entrar en el cuerpo humano el SARS-CoV-2 utiliza como elemento receptor la proteína de superficie de las células llamada enzima convertidora de angiotensina (ECA), existe la posibilidad de que esa sea una clave de su capacidad de destrucción multiorgánica, ya que la ECA no reside sólo en el tracto respiratorio sino también en las células del estómago, los intestinos, el hígado, los riñones y el cerebro, y juega un papel de importancia en el complejo sistema de regulación de la presión sanguínea.
“Existen informes de pacientes de coronavirus con encefalitis —una inflamación del cerebro potencialmente fatal— y señales de una mayor incidencia de accidentes cerebro-vasculares”, escribieron Marks y Pour. “En nuestro hospital, hemos visto que varios pacientes de COVID-19 sufrieron una complicación grave de la diabetes llamada cetoacidosis (CAD), a pesar de nunca haber sido diagnosticados como diabéticos”.
Hasta finales de marzo, recordaron, siempre preguntaban si alguien tenía fiebre y falta de aire para comenzar el diagnóstico de COVID-19. “Ahora sabemos que la enfermedad se manifiesta de otras maneras, y en ocasiones procede sin síntomas. Hace poco una paciente llegó a la sala de emergencia luego de tres días de diarrea y uno de náuseas y vómitos; dijo que se sentía débil pero que no había tenido fiebre, temblor, sudoración ni síntomas respiratorios. Su oxigenación estaba alrededor del 90% y una radiografía mostró características del COVID-19”.
Los médicos ante las incógnitas
Esta pandemia sucede en una época de interconexión que permite que los profesionales de la salud se comuniquen para compartir sus dudas y sus experiencias como nunca antes. “Ante la ausencia de datos de ensayos aleatorios y prospectivos, buscamos respuestas en las cuentas de Twitter de los colegas, en entrevistas con médicos de China o de Italia, en las historias clínicas de nuestros pacientes”, compartieron los autores. “En Mount Sinai nuestros colegas se han lanzado activamente a docenas de proyectos de investigación, desde estrategias para el manejo de respiradores hasta los factores sociales determinantes de la mortalidad por COVID-19. Pero van a pasar meses antes de que estos proyectos nos brinden una perspectiva objetiva de la enfermedad”.
Mientras tanto, “el deseo desesperado de claridad” los abruma en ocasiones. Citaron a la historiadora de la ciencia Lorraine Daston, quien escribió en un ensayo sobre la naturalidad de esa búsqueda en los albores de una pandemia. “En momentos de extrema incertidumbre científica, la observación, por lo general considerada de menor importancia que los experimentos y las estadísticas en la ciencia, florece”.
Ante una enfermedad novedosa, los médicos sólo pueden concentrarse en los casos individuales, las anomalías llamativas, los parámetros parciales. De pronto la medicina ha sido arrojada al siglo XVII, los orígenes del empirismo, y los médicos sólo pueden buscar pistas en la observación. Y así, “de a un paciente por vez, tenemos que elaborar nuestro camino de regreso al presente”.