Sacerdote de Masaya: “Nicaragua lucha y espera un milagro”
El padre Erwin Román vive entre la iglesia y el cuartel de Policía, para socorrer a heridos o interceder por los jóvenes encarcelados.
La rústica cruz de madera entra en procesión silenciosa, en manos del monaguillo. Emocionada, la gente contiene la respiración y después rompe en aplausos. Algunos lloran al ver la silueta espigada del sacerdote. Ha vuelto.
“Este aplauso es para Cristo y para Nicaragua”, dice el padre Edwin Román desde el altar de la humilde iglesia San Miguel, en Masaya, a la que hoy regresa después de dos semanas de ausencia.
Los creyentes colman el salón en la misa de ocho y escuchan la lectura del Evangelio según San Juan, cuando Jesús con cinco panes y dos peces les dio de comer a miles de personas. Y hasta sobró para llenar 12 canastos.
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“Vivimos días en los que se nos ha roto la paz social. Pero debemos llenarnos de fe y no perder nunca la esperanza. ¿Qué milagro pedirían ustedes?”, pregunta el párroco.
-Que haya paz en Nicaragua -responde una mujer desde la tercera fila.
Paz y justicia -agrega otra, más al fondo.
-Pido por los que han emigrado, dice un joven.
-Por los que están siendo torturados ahora, comenta alguien más.
El padre Edwin no oculta su oposición al Gobierno de Daniel Ortega:
“Pedimos por los jóvenes secuestrados, por las personas mayores de edad encarceladas, por todos los que padecemos esta represión”.
La ceremonia concluye con cantos y una oración al arcángel San Miguel. El cura baja del altar y la gente se lanza a abrazarlo. Lo tocan, lo besan. Los niños halan su larga sotana verde mientras un par de perros, alegres y flacos, corretean entre santos de yeso.
“Mi primera misa en dos semanas”, cuenta a dpa, satisfecho, en el fresco corredor de la Casa Cural rodeado de flores tropicales. Hace un mes debió refugiarse en Managua por amenazas de muerte y aunque venía siempre a su parroquia a dar la misa, los últimos dos domingos los paramilitares le impidieron entrar a Masaya.
Familiar de Sandino
El padre Edwin era un adolescente en 1979, cuando los sandinistas derrocaron a Anastasio Somoza y tomaron el poder. De niño siempre oyó hablar de guerra, pues su tío abuelo fue nadie menos que el general Augusto Sandino, el insigne patriota de Nicaragua que se enfrentó a una invasión de Estados Unidos y murió asesinado en 1934.
Pero a sus 58 años -y 28 de sacerdote- nunca vio nada parecido a lo que le ha tocado vivir a este país en los últimos meses. Casi 450 muertos en menos de cuatro meses.
“Estamos viviendo algo como un reflujo. Masaya no se siente vencida porque no lo está. Está replegada. Y este repliegue es también un acto de silencio y de repudio al Gobierno”, dice de pie junto a la blanca pared del atrio, perforada por balas de AK-47.
Su larga figura, más delgada ahora que hace dos meses, fue vista recorriendo las calles de Masaya, entre la iglesia y el cuartel de Policía, para socorrer a heridos o interceder por los jóvenes encarcelados cuando estallaron las protestas cívicas.
“Dios me puso ahí”, dice al recordar que aquella noche del 10 de mayo los antimotines irrumpieron en San Miguel. Un joven gritó: ¡Padre Edwin, abra la puerta! Y entonces todo empezó.
Durante horas, el cura repartió pan y agua con una manguera, para que los manifestantes se refrescaran de las bombas lacrimógenas. El tiroteo duró hasta la madrugada y al salir el sol se levantaron las primeras barricadas.
Situada entre el parque y el hospital, cuyas puertas el Gobierno ordenó cerrar a los manifestantes, la Casa Cural se convirtió en dispensario y centro de salud, “porque con las primeras donaciones de gasa y alcohol llegaron los médicos y brigadistas voluntarios”.
En pocos días fue también albergue, acopio de alimentos, oficina de denuncias y hasta una morgue, cuando a mediados de julio los paramilitares aparecieron en Masaya con la misión de destruir las más de 400 barricadas diseminadas en toda la ciudad.
“Aquí llegaban alimentos, agua, colchones y hasta ataúdes donados por el pueblo. Venían las personas a reportar a sus hijos muertos o desaparecidos; otras con heridos al borde de la muerte”, dice pensando en Junior, de 15 años, que casi expiró en sus brazos.
“El niño le suplicó de rodillas a la mujer policía que no le disparara, pero ella accionó su arma y lo mató”, cuenta adolorido.
Junto a Álvaro Leiva, director de la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH), Román logró liberar a más de 400 detenidos, incluyendo a varios policías rescatados de las barricadas.
El 17 de julio, Masaya cayó en poder del Gobierno tras un feroz ataque contra el barrio indígena de Monimbó, indómito reducto de la resistencia cívica. Ortega reiteró que no dejará el poder y se alzó vencedor sobre lo que llamó “un golpe de Estado terrorista”.
Policías y paramilitares buscaron al padre Román en los autobuses.
“¿Vieron por aquí algún ‘sotanudo’?”, preguntaban a los pasajeros, que miraban hacia afuera sin responder.
“Hoy en Nicaragua ser sacerdote es ser un enemigo. Para el Gobierno somos peligrosos porque decimos la verdad”, comenta si se le pregunta por el papel de la Iglesia católica en estas protestas.
A su juicio, los sacerdotes deben pasar del púlpito a la calle y estar al lado de la gente. “O como ha dicho el papa Francisco: no debemos oler a incienso, sino a oveja”, subraya.
Aunque parece haber recobrado la normalidad, Masaya está en silencio. Por las mañanas muchos salen al banco o al mercado, pero después del mediodía se refugian en sus casas. Ventanas y puertas cerradas.
Las redadas no han cesado. En localidades cercanas como La Concha y Jinotepe, paramilitares irrumpen en las viviendas y se llevan a los jóvenes. “Esos son secuestros, porque no hay orden judicial de detención”, explica el párroco de San Miguel.
“Esto simplemente no es justo, no. Ningún ser humano merece vivir lo que estamos viviendo en Nicaragua”, protesta.
A la pregunta de qué pasará, el sacerdote responde: “Sólo Dios sabe, pero yo no veo a un pueblo vencido. Nicaragua espera un milagro… que Daniel Ortega se vaya pronto”.
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