“Mi cabeza tiene precio en Nicaragua”, huir a Costa Rica para sobrevivir

Desde que empezó la crisis en Nicaragua comenzó una nueva ola de migrantes que huyen a Costa Rica para sobrevivir
Yamlek Mojica Loáisiga
Agosto 09, 2018 10:10 AM
Lesly posa con parte de su familia dentro del Centro de Atención. • Foto: None

Desde que empezó la crisis en Nicaragua comenzó una nueva ola de migrantes que huyen a Costa Rica para sobrevivir. No vienen solo en busca de empleo, estudio o salud. No planificaron su viaje como una estrategia para mejorar sus condiciones de vida, sino como un camino único para seguir con vida. Estas son algunas de las historias de estos nicaragüenses.

La decisión ya estaba tomada. Lesly Mayorga escaparía de Jinotega por las montañas junto a toda su familia el 25 de julio, antes de que los paramilitares orteguistas lograran penetrar los “tranques” que protegían a su poblado. Ninguno tenía pasaporte y ninguno quería dejar su vida atrás, pero todos querían salvarla. Sin saber exactamente a dónde se dirigían, siete días después llegaron a su destino final: Costa Rica les daba la bienvenida.

Hoy Lesly despierta sobre un colchón pegado al suelo de tierra junto a toda su familia, dentro de una casa de campaña improvisada en el Centro de Atención Temporal a Migrantes (Catem) en Guanacaste. Dice que todos los días llora en silencio, por la nostalgia e impotencia, pero no duda en afirmar su felicidad por no sentir miedo a ser asesinado. “Ay, soy feliz. Es que aquí es más cómodo que dormir en el suelo de la montaña”, bromea.

En el Catem Norte los días pasan lento. Para los más de 15 migrantes nicaragüenses albergados allí la calma se torna chocante y sospechosa. Después de casi cuatro meses siendo testigos de una represión extrema por parte del gobierno de Nicaragua, la tranquilidad se ha convertido ajena a su normalidad.

El Centro se encuentra cinco kilómetros antes de llegar a La Cruz y a más de 20 minutos del puesto fronterizo de Peñas Blancas. Es un terreno árido, sin pavimento, con 25 carpas verdes montadas para alrededor de 40 migrantes, entre nicaragüenses y extraregionales (como se les dice administrativamente a los migrantes africanos).

Es ahí que las autoridades llegan a dejar a los migrantes que buscan asilo dentro del país. Cuando Lesly llegó con su familia de ocho integrantes a Peñas Blancas, tomaron sus datos, le brindaron una cita migratoria en La Uruca en San José y lo montaron en una camioneta con toda su familia hacia el centro. “Caminamos por más de cinco días. Ir en la camioneta me dio una paz increíble”, dice.

Mujeres dentro del Centro de Atención Temporal de Refugio en La Cruz comienzan a preparar el almuerzo en cocinas artesanales creadas por los migrantes.

Más que parecer terreno costarricense, por su hostilidad a la vista y la procedencia de las carpas donde duermen los refugiados, el lugar se asemeja a los campamentos militares en Irak. Según los encargados del sitio, en cada carpa pueden albergar hasta 25 personas y en sus momentos más concurridos podían recibir hasta 300.

Dentro del Centro las historias sobre la represión en Nicaragua son contadas en todo momento y cada quién compara su vivencia con la del otro. Aunque todos los migrantes provienen de departamentos diferentes los relatos se parecen entre sí.

Lesly Mayorga defendió su trinchera en Jinotega desde el 20 de abril hasta un día antes de escapar. Según cuenta, sus armas eran los morteros, las piedras y de vez en cuando andaba su machete, con el que meses antes trabajaba en agricultura. Desde el primer día que entró al Movimiento Autoconvocado comenzó a recibir amenazas hacia él y su familia.

“Una de las cosas más fuertes fue que los paramilitares intentaron quemar mi casa cuando yo no estaba. Como no lo lograron, la agarraron con mi hija de 15 años. Le tiraron morteros en el cuerpo, la atacaron”, cuenta.

Actualmente, Lesly tiene una orden de captura en Nicaragua por el delito de terrorismo.

Sin embargo, dice que su familia fue la razón principal por la que debió huir del país. Sus hijas, todas menores de edad, habían sido amenazadas de ser violadas luego de que a él lo encarcelaran.

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Se quedó sin nada. Pese a su contextura recia, Lesly luce vulnerable, triste. En su cartera lleva las escrituras de su casa y una lista amarillenta con los nombres de las personas que lo amenazaron desde que entró a las trincheras. De todas sus pertenencias que empacó cuando huyó, esos dos papeles son lo único que le queda.

Dentro hay una carpa con juguetes donde los niños refugiados pueden distraerse, pero tienen que jugar en el fango que la lluvia dejó. Es la hora del almuerzo y los refugiados hacen su propia comida bajo fuego. Los nicaragüenses cocinan entre todos gallo pinto y susurran entre sí. Sonríen a las cámaras y miran con ansias la olla de comida. Algunos, como Juan Carlos Espinoza, no habían probado alimentos por más de cinco días.

Juan Carlos viajó desde Managua hacia la frontera de Peñas Blancas, según cuenta, huyendo de la Juventud Sandinista de su barrio. Estos lo reclutaron meses atrás como paramilitar, pero él se negó debido a que “no quería matar al pueblo”.

“Un día llegaron a la casa de mi tía, donde yo vivía, a invitarme a la “Operación Limpieza”. Me ofrecían 500 córdobas al día (unos ¢9.000) y una AK47 para que anduviera defendiendo al Comandante de los ‘golpistas”, explica.

Juan no terminó la secundaria, pero trabajaba en una barbería. Ganaba menos de $100 al mes y tenía varios hijos que mantener. Aun así, afirma, rechazó la oferta que le realizaron. Ahí comenzaron las intimidaciones hacia él y su familia. Cuenta que mientras iba hacia su casa, encapuchados en Hylux se bajaron y lo golpearon, le robaron su identificación, dinero que llevaba y su teléfono celular. “Después de eso, mi tía me dijo que no me podía tener ahí (en su casa). Que me fuera. Por eso me vine a Costa Rica”, dice.

La mayoría del trayecto la recorrió caminando entre montes y sin comer un bocado. Al llegar al país no pidió refugio, porque no sabía que se podía hacer eso. “No había ni comido ni bebido nada en días. Cuando vine a Costa Rica busqué trabajo en una finca de piñas y me dijeron que no contrataban migrantes ilegales. Me devolví, pedía agua en una casa de por ahí. Me regalaron dinero y me dijeron que existía el albergue. Me vine en bus y taxi y entre esas dos cosas me quedé sin nada de nuevo. Pero ya vine aquí y ya pude comer. Ya estoy bien yo”, explica.

La voz de Juan Carlos es apagada, triste. Dice que no tiene esperanzas. Desea ir a la cita para solicitar refugio en La Uruca, pero no sabe cómo trasladarse hasta San José. El Gobierno no asume los gastos de transporte y cada migrante va a su cita por su cuenta; la mayoría no cuenta con dinero propio, por lo tanto la única forma de recorrer los 267 kilómetros de distancia entre los dos lugares es pidiendo ride. Según Migración y Extranjería, están trabajando para realizar unidades migratorias más cercanas de los Catem.

La mayoría de migrantes que habitan en el refugio vienen ilegales al país. Entre sus razones por venir de esa forma es la falta de dinero para tramitar el pasaporte y la visa o el miedo a ser retenidos en la estación migratoria de Nicaragua.

Álvaro González se vino de esa forma, por las dos razones. Tiene 22 años, pero su rostro cansado le suma varios. Usa una silla de ruedas desde hace dos años, debido a que mientras trabajaba como repartidor de periódicos fue atacado con un desatornillador en la espalda por pandilleros en un barrio marginal de Managua. Desde entonces no ha podido trabajar, por lo tanto gestionar un pasaporte, dice, le es económicamente imposible.

Desde el inicio de las protestas su hermano se atrincheró dentro de una universidad de Managua. Hace un mes fue capturado dentro de su casa y a Álvaro también lo intentaron apresar. “(Los paramilitares) entraron a llevarse a mi hermano y a mí me querían levantar de la silla de ruedas, diciendo que me estaba haciendo el enfermo para que no me metieran preso”, relata. Cuando se dieron cuenta de su discapacidad, lo patearon y dejaron tirado en el suelo. “En Nicaragua así no se puede vivir”, lamenta.

Con ayuda de su familia comenzó a buscar dinero para pasar con ayuda de Coyotes la frontera de Peñas Blancas. Estos le decían que era casi imposible pasarlo y por lo tanto le cobraron casi el doble. Al joven no le gusta hablar sobre cómo logró llegar a Costa Rica.

Se adelanta la historia y comienza a recordar cómo junto a su pareja iba preguntando sobre el Centro de Refugiados que había visto antes en las noticias. Lo encontró, pero este no cuenta con las capacidades para atenderlo. Álvaro sigue esperando respuestas sobre dónde vivirá temporalmente. Por el momento, admite, le tranquiliza vivir en un lugar donde no escucha balazos cada media hora. Para él, vale la pena dormir en el suelo si eso le permite sobrevivir.

Las carpas donde los migrantes duermen se asemejan a los campos militares dentro de las zonas de guerra.

La Cata de Jinotepe

Ortega se va y al día siguiente yo llego a mi tierra”.

En el pueblo se sabía del ataque desde antes del ocho de julio. El rumor de la masacre en el departamento de Carazo le llegó a La Cata, coordinadora del movimiento local 19 de abril, cuatro días antes con una especificación más: “vienen por vos”. Esperar el ataque de los paramilitares significaba su muerte o secuestro. Salió de la “casa de seguridad” en donde estaba y, sin saberlo, comenzó una travesía que la traería a Costa Rica en busca de mantenerse viva.

Sentada en algún lugar de San José, ve los videos del día de la masacre en su pueblo y le es inevitable llorar. También ve las fotos de paredes rayadas en casas donde se resguardó con amenazas hacia ella “¿Dónde está la torturadora? ¡PLOMO para la golpista!”. Es que según cuenta, los escritos eran lo mínimo que deseaban hacerle. “Me querían matar”, explica.

Tres meses atrás, La Cata vivía en el municipio de Jinotepe en Carazo. Trabajaba en una empresa de mercadeo y estaba alejada de la política. Sin embargo, explica, la violencia gubernamental ejercida en las protestas dentro de la capital en contra las reformas al Instituto Nacional de Seguridad Nacional (INSS) provocaron en ella un desmesurado sentimiento de indignación. En la tarde del 19 de abril, decidió, junto a no más de 20 personas, hacer un plantón pacífico en Carazo exigiendo la revocación de la ley.

Pasaron 20 minutos desde que ubicaron sus pancartas frente al INSS hasta cuando fueron sacados del lugar por trabajadores estatales con amenazas de violencia. “(Los trabajadores del Estado) intentaron intimidarnos con piedras. Nos retiramos del lugar, pero nos fuimos a otras calles a seguir luchando”, cuenta.

Conforme las protestas a nivel nacional aumentaban los muertos, ella junto a otras personas organizaba más manifestaciones en contra del Gobierno. La intimidación dejó de ser con morteros y piedras, comenzaron a usar balas y a disparaban a matar. El escalonamiento de la violencia los obligó a crear “tranques” en las principales entradas del departamento. “Hacíamos los ‘tranques’ para ponerle presión a Ortega, pero también para proteger que ningún paramilitar entrara a matar inocentes”, dice.

Su liderazgo significaba ser la responsable de la comunicación dentro de todos los autoconvocados. Su lucha no era tirando morteros, puesto que dice que nunca logró manipularlos, sino llevando comida a los tranques, creando asambleas para entender las necesidades de su pueblo, siendo la vocera de todos. Su resistencia rápidamente se convirtió en una amenaza para el Gobierno y su nombre comenzó a circular en las redes. Era relacionada con funcionarios políticos, la tachaban como “golpista” y todos los días llegaban a la casa de sus padres a detonar morteros.

La Cata tuvo que salir de su hogar para esconderse en “casas de seguridad”. En Nicaragua las viviendas en zonas fueras de la ciudad se han convertido en escondites de los jóvenes que son perseguidos por el Estado.

“Nos vigilaban”, dice. El indicador para tener que cambiar de casa de seguridad, era amanecer con una bomba de contacto en la puerta. Era una señal que dejaban los paramilitares para darle a entender que no importa dónde se escondiera, la iban a encontrar.

Las amenazas incrementaban. Pasaban rafagueando la casa de sus padres y en redes sociales su “cabeza” (su captura o muerte) valía $1,500. Era llamada criminal y la culpaban del asesinato de gente que ella nunca conoció. A pesar de todo, no quería irse de Carazo, mucho menos del país. Lo veía injusto, inhumano. No quería abandonar su vida. Sentía que marcharse era abandonar a sus compañeros de lucha que se habían convertido casi en hermanos.

Pero fueron ellos los que la sacaron de Carazo cuando les llegó el rumor de que los paramilitares “iban con todo” a atacarlos.

–El rumor nos llegó específico: “vienen por ustedes”. Deciden sacarme de Jinotepe antes del ataque, pero no era nuestro objetivo venir a Costa Rica. El punto era tratar de mantenernos seguros, aislados de todo. Sin hablar con nadie en el mundo exterior. Pensábamos que nos teníamos que volver a organizar y llegar al pueblo con una mejor estrategia.

Juan Carlos Espinoza había intentado ser reclutado por grupos gubernamentales para ser paramilitar.

¿Cuándo decidís venir a Costa Rica?

–Decidimos venirnos cuando nos comienzan a ubicar. Cuando a una de las casas de seguridad fuera del departamento llegaron y se llevaron a unos compañeros al Chipote, ahora los están enjuiciando por terrorismo. Ellos cumplieron todas las reglas que acordamos e igual los capturaron. Ahí decidimos que los coordinadores tenían que salir. Tuvimos que irnos, pero no pensábamos ni queríamos. Nunca imaginamos a Costa Rica como nuestra última parada. Íbamos en el bus y pensábamos que ya íbamos a regresar, pero cada vez se hace más duro todo esto. Cada vez hay más desesperanza de volver pronto. Nosotros seguimos esperando regresar. Daniel (Ortega) se tiene que ir. No sé cómo pero se tiene que ir. Ortega se va y al día siguiente yo vuelvo a mi tierra.

El ataque por paramilitares a Carazo ocurrió un ocho de julio. Hasta la fecha no hay una cantidad exacta de cuántas personas murieron ese día. Algunos dicen 14 y otros calculan 40. Hay más de una centena de desaparecidos y alrededor de 10 personas capturadas y acusadas de terrorismo. La casa donde estaba resguardada antes de irse de Carazo quedó completamente saqueada, iban tras ella. “Es horrible pensar lo que me pudieron hacer. Pero es más horrible no saber qué le pasó a gente que conocía, que luchábamos hombro a hombro”, lamenta la joven.

La Cata sigue viviendo, pero siente que cada día muere un poco más. La impotencia la carcome y expresa que no ha habido un día en que pueda volver a la normalidad. No fue por esto que yo luché tres meses. Cuando comenzamos no pensábamos que iba a llegar a tanta magnitud de odio. Yo me siento impotente y hasta egoísta porque mis hermanos sigan allá. Ortega nos odia”, dice firmemente.

Su historia fue valida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) cuando le brindaron a ella y su familia las medidas cautelares para que el Estado de Nicaragua respete sus derechos humanos. La Cata ahora es una de las más de ocho mil solicitantes de refugio en Costa Rica, un país que según ella “le ha abierto los brazos cuando más los necesitaba”. Le da gracias a Dios por estar viva, pero también ora por sus hermanos de lucha. Entre todo, eso le da más esperanza.

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