El poder del caudillo

Existe una idea del poder autoritario y patrimonial muy extendida, que está en el trasfondo de muchos de los casos de corrupción que se han incrementado de manera sustancial
Oscar René Vargas
Enero 26, 2021 09:14 AM

El poder autoritario es la versión de marca del mando político en Nicaragua, una concepción tan sui generis como extendida de categorizar el uso personalizado, partidista y patrimonial tanto de los recursos públicos como de muchos otros factores acompañantes, esta versión del poder ha sido la marca de país durante varios siglos desde Pedrarias Dávila.

Los actores políticos tradicionales, viejos o nuevos, están atrapados en una red de viejas prácticas y falsos valores, características de una cultura política atrasada e intolerante, acostumbrados al engaño y la falsedad, diseñada para la mentira y el fraude, permitiendo la inequidad, la desigualdad y la impunidad como categorías arraigadas y sustentadas en la cultura política descrita en el libro “El Síndrome de Pedrarias”.

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Existe una idea del poder autoritario y patrimonial muy extendida, que está en el trasfondo de muchos de los casos de corrupción que se han incrementado de manera sustancial. Hay, en la trastienda de esta manera de ejercer el poder, el extendido sentimiento y la completa seguridad de que las consecuencias derivadas de los actos de corrupción de las elites política y económicas quedarán en la más rotunda impunidad.

Esa lógica del enriquecimiento ilícito o inexplicable ha ido generando aceptación social e indiferencia de las elites políticas y económicas. La clase dominante se adapta al engaño, a la trampa, al dolo y lo acepta como una práctica válida y tolerable. En la cultura dominante la mayoría de las fechorías se perdonan si tienes suficiente dinero. Las instituciones estatales para combatir la corrupción se mueven en el mundo de la ficción, de lo fantástico y de lo abstracto. Nada real. Son ciegas, sordas y mudas.

La nomenclatura orteguista piensa que no habrá castigo alguno por sus excesos posibles. La sola voluntad del poderoso bastará para su debida salvedad, seguridad e inmunidad. De esta descarnada manera se ha operado en los últimos años y, de esta manera se piensa que se podrá seguir manteniendo el poder autoritario.

                                                    

Esta concepción de la política patrimonialista y autoritaria se articula con la vieja tradición de legitimación familiar con un sello conservador, patriarcal y tradicionalista. A lo que hay que sumarle los privilegios de clase y de familia van siempre asociados. Y agregar el hecho de que los gestores del poder acaban creyendo en su omnipotencia e impunidad y la cultura del “enchufe” o amiguismo que se practica en la política nicaragüense.

Todo ello genera una trama de complicidades que impregna al conjunto de la sociedad y que permite la perpetuación del poder autoritario y la corrupción de “los de arriba”, de modo que siempre se repite la misma canción: todo el mundo sabía, pero todos se vuelven mudos y ciegos. La mayoría de la clase dominante no lo denuncia ya que es, habitualmente, cómplice. Generalmente los corruptos y corruptores viven en los estratos sociales superiores, abusando de los empleados menores del Estado.

Es en esa franja alta donde ocurre todo. Donde habitan los que creen que todo les está permitido porque el país es suyo y sólo ellos pueden asegurar su bien. Estas acciones corruptas emergen desde la mera cúspide decisoria del poder, pero se filtran hacia abajo tocando, con gusto y deleite, a funcionarios medios y bajos del gobierno central y municipales.

El régimen Ortega-Murillo es un aparato con debilidades reales y de probadas incapacidades para enfrentar el presente y dibujar a los ciudadanos un futuro creíble. La calidad de vida del país no es mejor que el peor de los países centroamericanos y somos los coleros en casi todos los indicadores que apuntalan el Estado de bienestar.

Más allá del culto al jefe, lo más importante ha sido la implantación de una dictadura burocrática y policiaca que incluye la abolición de los derechos humanos más elementales y de los derechos laborales. Si el régimen Ortega-Murillo consigue sostenerse más allá de noviembre 2021, constituirá un peligro para Centroamérica ya que seguiría pervirtiendo todo.

                                                   

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Ortega ha impuesto su marca de fuego sobre el lomo de la población, ha hecho prevalecer su voluntad de dominación decapitando los derechos humanos, como ha eliminado a los insurgentes de abril 2018, proclamándose señor de horca y cuchillo. Sus actos de gobierno se han caracterizado por la violencia, juicios sumarios, cárceles y torturas a sus adversarios políticos. Sangre, mucha sangre y violencia. Toda su gestión, toda su administración ha sido un continuo ritual de la muerte. El poder del caudillo se demuestra en la muerte de los demás, muerte civil y/o muerte física.

Las elites dominantes, encarnación del poder político y económico, están ahora alarmadas por las tendencias ultra autoritarias que el orteguismo implementa, pero no se reconocen a sí mismas como coadyuvantes en la creación de ese monstruo. El orteguismo es el triunfo del fusil sobre la razón, la fuerza bruta sobre el pensamiento o la imaginación. En los próximos meses la represión selectiva estará enfocada a periodistas, militantes de derechos humanos, médicos y funcionarios gubernamentales.

El autoritarismo no nació con la llegada al poder de Ortega, sino que es el fruto de un proceso histórico, político y social a partir de la cultura política de las elites hegemónicas que explica la tradición tiránica o dictatorial que ha padecido Nicaragua. El presidente deviene dictador que tiene poder de vida y muerte. Su familia se convierte en el bloque sucesor: la dinastía, el nepotismo, el continuismo, una familia gobernante o un gobierno de familiares, el amiguismo.

La ira causada por la represión y las injusticias ha llevado a la dictadura al borde del abismo, hace falta el último empujón para que caiga. El orteguismo es interiormente débil y devastado por las contradicciones sociales: es decir, por el conflicto entre la dictadura y los ciudadanos autoconvocados que emergieron al escenario político nacional en abril 2018.

Las turbulencias sociopolíticas que padecemos hoy son una respuesta política de “los de abajo” al fracaso igualmente político de proporciones históricas de las elites dominantes. La frustración de “los de abajo” empobrecidos es simétrica a la soberbia de “los de arriba” que se enriquecen a sus costillas.

                                                    

Desde el 2018, se comenzó a derrumbar el mito que el pacto Ortega + Gran Capital conduce a la igualdad económica-social. La crisis del orteguismo se debe no solo a las evidentes y lacerantes desigualdades económicas y sociales que se han profundizado, sino también a los agravios morales y culturales en contra de la población que afectan el estigma social de las gentes. Gobernar bien requiere sabiduría práctica y virtudes cívicas, ninguna de esas capacidades es patrimonio de la dictadura.

La tragedia de nuestra historia moderna es que sectores que han luchado en contra de las dictaduras para derrotarlas, posteriormente han logrado imponer otra dictadura. El grito de abril 2018 quiere romper definitivamente con esa lógica, combatir a la mafia política y económica crecida en los últimos años e instaurar la democracia.

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