El manatí, las ballenas, la pobreza y el atraso

Enrique Sáenz
Agosto 28, 2021 12:29 PM

Unos amigos costarricenses me invitaron a una actividad singular: Ir a ver ballenas, mar adentro. Aclaro que por mi propia iniciativa y por mis propios recursos no se me hubiera ocurrido. El asunto es que atendí la invitación. Después de madrugar y algunas horas en carretera llegamos al poblado desde donde salen las embarcaciones. Todo ordenado y en regla. A la hora fijada, chequearon que estábamos en la lista, y después fue cosa de firmar papeles, colocarse en la fila, escuchar instrucciones, ponerse el chaleco flotador y, en un pequeño estero, subir a la embarcación.

Una de las instrucciones que le dan a uno es que, si se siente mareo por el vaivén del mar, quedarse viendo fijo a un punto hacia la costa o hacia el cielo. Ese fue mi primer temor: Hacer el cuadro con un mareo. Por fortuna pasé la prueba.

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Nos acomodamos unas 20 personas en la embarcación, casi todos eran gringos o europeos; ronroneó el potente motor y de inmediato comenzamos a navegar sobre las olas y sobre las burras. Así le decíamos en Corinto a las olas que se producen mar adentro. Un subir y bajar permanente.  Después de un rato, la primera sorpresa fueron los delfines. Tal cual se ven en las películas, saltando y haciendo piruetas, a medio mar, algunos con sus crías, otros en fila, otros simplemente saliendo a la superficie y volviendo a sumergirse.

                                                        

Y luego, a esperar las ballenas. El guía turístico nos anunció que era cuestión de paciencia porque, por supuesto, los animalitos no estaban esperando visitas. Nos trasladamos de un lado a otro por algunas horas, y nada. De repente, el timonel y sus ayudantes se crisparon, la embarcación cambió de rumbo, aumentó la velocidad y el guía nos dijo: ya nos avisaron por dónde están saliendo las ballenas.

Olvidaba decir que, en plena pandemia, más una decena de embarcaciones, todas con su carga de gringos y europeos, estaban en el mismo afán. Sin embargo, no hay pugnas ni arribismos, se avisan unos a otros y, sin alborotos, a prudente distancia hacen turno para acercarse, a fin de no ahuyentar a las ballenas. Me sobresaltó el griterío de mis compañeros de travesía que, situados en uno de los costados vieron la primera ballena. Cuando giré la cabeza ni el coletazo alcancé a mirar. No la volveremos a ver, dijo el guía, porque cuando se hunden de esa manera es que van a las profundidades.

Un rato después pude ver las nubes de vapor que lanzan al respirar, las jorobas y los coletazos de las zambullidas. No quedé completamente satisfecho pues ninguna hizo los saltos que se ven en los videos. No siempre están de humor, justificó el guía.

¿A qué viene este relato de ribetes turísticos?

El motivo es que mientras duraba la excursión, me traicionaba mi formación de economista: Mentalmente iba haciendo números. Calculaba cuánto pagaba cada turista, cuánto consumían en los pequeños restoranes y alojamientos del poblado y poblados aledaños, cuánto empleos directos e indirectos se generaban. En fin, cuántos dólares circulaban diariamente en ingresos y salarios entre pequeños empresarios y trabajadores.

Me resultó evidente que actividades semejantes se podían desarrollar en Nicaragua, para provecho de muchos. Para comenzar, si ballenas hay en Costa Rica, también las hay en las costas del Pacífico de Nicaragua. Estos gigantes del mar periódicamente buscan aguas cálidas para aparearse. Basta recordar cuántas se han quedado varadas en Poneloya, Rivas y Chinandega.

Pero lo que más vino a mi mente fueron los manatíes. Un mamífero marino, de gran tamaño, cuya mansedumbre y extrañas características serían un formidable atractivo para turistas extranjeros. Se encuentran en ríos, lagunas costeras y litorales del Caribe. Con un poco de visión, un poco de organización, un poco valernos de la experiencia de los ticos y un poco de inversión, cuánto empleo, ingresos y actividad económica podrían generarse tanto en el Pacífico, con las ballenas, como en el Caribe, con los manatíes.

Estas reflexiones cayeron en pedazos con un video que circuló en estos días, en el cual se ve a unos pescadores del Caribe Norte de Nicaragua, descargando una y otra vez una piedra gigantesca sobre la cabeza de un manatí, hasta matarlo.

¿Podemos extraer alguna enseñanza de este relato?

Claro que sí.

La primera es que pobreza y el atraso también anidan dentro de nuestras propias mentes.

Por supuesto, pobreza y atraso son, predominantemente, realidades materiales que se expresan en desnutrición, viviendas insalubres, actividades económicas rústicas, bajo nivel de productividad. Y las condiciones de su reproducción son, igualmente, materiales: desigualdades estructurales, Ingresos precarios, carencia de oportunidades, informalidad laboral, bajo nivel de escolaridad.

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Pero junto a esta dimensión material hay una dimensión cultural: La pobreza y el atraso gravitan dentro de nuestras propias cabezas. Hay un origen: Si el sistema reproduce desigualdad y cancela las oportunidades de progresar, lo que se instala en la mente es el afán de sobrevivir, día a día, sin pensar en el futuro, por la sencilla razón de que no hay futuro.

Así, nuestras formas de pensar y de hacer, contribuyen a la reproducción de las condiciones de pobreza. En el caso de los pobres, cuando pescan con explosivos, talan árboles o contaminan ríos, es media tortilla para hoy, hambre para siempre. El episodio del manatí resulta emblemático.

En el cso de las élites económicas, la avaricia arrasa con ríos, suelos y bosques. Solo que en este caso el hambre es para los otros. Riqueza y pobreza marchan juntos para reproducir atraso y desigualdad.

La alegoría del manatí y las ballenas nos enseña, en resumen, que abatir la pobreza y superar el atraso requieren una visión de largo plazo, animada del compromiso ético y político de mejorar las capacidades y oportunidades de la gente, con libertad, justicia y democracia.

Y esa determinación comienza dentro de nuestras propias cabezas.

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