Mi última noche como preso político: De la noche del 21 de Junio 2021 a la madrugada del 9 de Febrero 2023
"Y lo menos previsto para nosotros era el exilio, aunque en numerosos interrogatorios nos preguntaban sobre nuestra nacionalidad y la de nuestras familias" relata Miguel Mora en el contexto de cumplir un año desterrado en Estados Unidos, luego que EEUU garantizó el vuelo de la libertad el 9 de febrero del 2023
Miguel Mora
Esa noche, en particular, decidí retirarme a descansar a mi camarote, más temprano de lo costumbrado, siguiendo el mismo curso de sueño que mis compañeros de celda.
El ex canciller Francisco Aguirre Sacasa y el cronista deportivo Miguel Mendoza se convirtieron inesperadamente en mis últimos compañeros de celda con los que compartiría durante los extenuantes 18 meses de reclusión en Auxilio Judicial o "El Nuevo Chipote". Ya antes y por separado, compartí celda con Juan Sebastián Chamorro, Freddy Navas, Álvaro Vargas y Pedro Vasquez.
El recuerdo del 21 de junio del 2021 permanece impreso en mi memoria de forma vívida. Era ya entrada la noche de un domingo, acababa de cenar junto a Miguelito y Verónica en la sala de nuestro hogar en Los Almendros, a orillas de la carretera a Masaya.
El ambiente en el exterior se teñía de un sombrío sentido de persecución, con una implacable ola de arrestos políticos desatada por la dictadura en contra de todo liderazgo opositor. Varios ex precandidatos presidenciales, líderes políticos y activistas ya habían sido secuestrados.
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En nuestra casa, se palpaba la amenaza inminente de que, en cualquier momento, vendrían por nosotros una vez más. En medio de esa tensión, me propuse hacer lo posible por brindarle a Miguelito todo el tiempo necesario, presintiendo que esa ocasión podría marcar un largo período sin volverlo a ver.
Los alaridos y golpes de las huestes rojinegras contra la puerta principal, así como los vidrios destrozados del ventanal frontal de la casa, se convirtió en el escenario repentino cuando irrumpieron con una brutalidad y cobardía inaudita.
Docenas de policías y paramilitares, comandados por un capitán y un comisionado general sin orden judicial, intentaban infundir pánico una vez más en un hogar donde solo habitaba con mis dos hijos y mi esposa Verónica.
Entraron con furia, rompiendo a patadas la puerta y las ventanas, apuntando sus armas hacia una familia indefensa.
Si hubiesen tocado el timbre, personalmente les hubiera abierto la puerta. Mi decisión de enfrentar las consecuencias de la represión en mi casa, comunidad, ciudad y en mi país la había tomado desde hace muchos años.
Parecía molestarles que no huyéramos, que permaneciéramos allí, desafiando su represión despótica.
¿Por qué huir si somos inocentes?
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La respuesta lógica sería para evitar la cárcel y la tortura. Sin embargo, apostamos a enfrentar las consecuencias, pues huir dejaría a nuestras familias en mayor vulnerabilidad.
Además, si la dictadura se propuso la radicalización, debería de asumir los costos políticos de tener a la oposición en el Chipote.
Verónica corrió de inmediato al lado de Miguelito abrazándolo les gritaba que no se atrevieran a tocarlo. Mientras me trasladaban, contemplé con impotencia cómo otro grupo procedía a allanar mi hogar sin consideración alguna, incluso sabiendo que dentro se encontraba mi hijo Miguelito, un joven con discapacidad que les resulta conocido. A pesar de tener pleno conocimiento de su vulnerabilidad, se ensañaron en su crueldad, inmunes a la compasión, y no les importó violentar los derechos humanos de ninguna persona incluyendo los de un niño con discapacidad.
Me puse de pie en medio de la sala, con las manos en alto y en silencio, observando cómo dos parapoliciales me esposaban, burlándose y apretando las esposas al máximo, causándome un dolor intenso en las muñecas que estaban ya a mis espaldas.
Entre tres me sacaron de la casa, mientras un capitán (el mismo al que le gusta robar celulares iPhone) con una guanteleta de metal presionaba mis costillas, retándome que me quejara , para provocarme y dar lugar a la agresión física con los puños. A esa hora, ya mi hogar estaba inundado de policías sandinistas, sicarios del régimen con licencia para matar.
Alrededor, unos treinta policías y siete patrullas participaban en esta segunda captura en mi contra, bloqueando por completo el acceso al residencial.
Después de dieciocho meses de aislamiento, innumerables interrogatorios, tortura psicológica, huelgas de hambre, castigos, juicio espurio y finalmente una condena a 13 años de prisión, en la celda compartida con el Dr. Sacasa y Mendoza, se escucharon ruidos inusuales en los pasillos, así como la presencia de numerosos policías corriendo bajo las órdenes de los jefes del Chipote.
"Levántate, Miguel, algo está sucediendo", me dijo el Dr. Aguirre.
"Se acabó el recreo, parece que nos vamos", respondí. La pregunta es ¿a dónde?
Poniéndome de pie sobre el camarote, me asomé por una pequeña ventana de barrotes para constatar que no solo policías y jefes se movían de un lugar a otro, sino también presos de otras celdas y pasillos, así como otros que no había visto antes en el Chipote.
Aquello parecía un bullicioso mercado persa.
Las órdenes resonaron distantes, seguidas por pasos apresurados que se acercaban a nuestra celda. De repente, abrieron la ventana de metal en la puerta, la misma por la que comúnmente se deslizaba la comida para los prisioneros.
"¡Dr. Sacasa, levántese!", gritó un oficial.
"Ya estoy levantado desde hace rato. ¿Qué pasa?", respondió el octogenario preso político, ex canciller de la República, antiguo miembro del Partido Liberal Constitucionalista (PLC) y ex candidato a la vicepresidencia.
A través de la ventana, le arrojaron la ropa de civil que había usado en la última visita familiar. "Póngasela y pásenos el uniforme", le ordenaron.
"Bueno, Doctor, va de viaje", le dije.
Aún nervioso, Mendoza no dejaba de buscar más información por la ventana que daba al pasillo. Poco a poco, observamos cómo desfilaban por los corredores los presos ya vestidos de civil, escoltados por policías, llevándolos a la galería "presidencial", así llamada porque allí concentraron en un primer momento a todos los pre candidatos presidenciales que estábamos en el Chipote.
"Parece que solo van a sacar a los de mayor edad", comentó Mendoza. "No, mira allá va Medardo, ya de civil, Álvaro Vargas y Lesther". Le aclaré.
"Ahora sí nos vamos. El problema es a dónde".
Se planteaban varios escenarios, desde el mejor hasta el peor de todos. El primero, es que nos estarían llevando a casa por cárcel, como ya habían hecho con varios presos políticos.
El segundo; nos trasladarían a la Modelo, ya que el Chipote no cumplía las condiciones para albergar a presos condenados a quienes debían garantizar visitas durante el cumplimiento del régimen carcelario.
Y lo menos previsto para nosotros era el exilio, aunque en numerosos interrogatorios nos preguntaban sobre nuestra nacionalidad y la de nuestras familias.
"Toma tu ropa, Miguel, apúrate", me ordenó el policía.
Mendoza y el Dr. Aguirre ya estaban vestidos de civil dentro de la celda.
"Hombre, creí que se habían olvidado de mí", le dije al policía.
Unos minutos después, se abrió la puerta de la celda de aislamiento y nos trasladaron al pasillo presidencial, donde ya se encontraban cientos de presos políticos, charlando alegremente, creando un bullicio que resonaba en el eco del inmenso galerón que albergaba las celdas de concreto.
"Dicen que nos llevan a la Modelo", comentó alguien, "parece que ya no nos aguantan aquí en el Chipote".
"Nada, hombre, parece que nos van a dejar en libertad o con casa por cárcel", agregó otro. Nadie quería hablar de la posibilidad del exilio.
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Poco a poco, las galerías se llenaron no solo con los presos del Chipote, sino también con los que venían de otras estaciones de policía y del sistema penitenciario. Aunque a esa hora, alrededor de las 3 a.m. del 9 de febrero, no sabíamos de dónde venían, nos mezclamos, saludamos a amigos con los que, pese a estar en la misma prisión, nunca nos permitieron hablar o saludar.
Busqué un rincón y me senté, para hacer una oración de agradecimiento a Dios. Recordé su promesa de que todas las cosas son para bien para los que lo aman y que, conforme a sus propósitos, somos llamados.
"Gracias, Señor, en tus manos encomiendo mi vida y la de todos mis hermanos de lucha ".
En ese momento, el comisionado a cargo del operativo llamó al silencio y a la atención. Y en voz alta informo: "Hemos recibido la orden de alistarlos para ser trasladados en varios buses que ya están afuera esperándolos.
Serán llamados conforme a lista y saldrán en fila india de la celda para ser trasladados a los buses".
Un grito del fondo preguntó: "¿Y a dónde nos llevan?".
"Eso ni nosotros lo sabemos. Mantengan el orden y la disciplina", dijo el comisionado, y se retiró. Uno a uno fuimos llamados por listas para abordar uno de los buses rusos que nos llevarían con rumbo desconocido.
Teníamos a dos policías por cada preso, flanqueándonos mientras caminábamos por última vez aquellos pasillos del infernal Chipote.
Saliendo a la calle, el aire fresco de la madrugada de febrero me estremeció de golpe. Caminando sin ser obligado a mirar al suelo, pude observar el rostro de nuestros carceleros. Algunos se mostraban aliviados, otros cansados y no pocos estaban molestos.
Íbamos esposados, esta vez con las manos por delante. Subí al tercer bus, en un descuido de los guardias pude asomarme entre medio de las telas que tapaban las ventanas que pusieron para que no viéramos o para que nadie nos viera, y vi una cantidad impresionante de patrullas y muchos buses en fila. A esas alturas, el nivel de especulación era asfixiante.
Entonces, la caravana con el mayor número de presos políticos de la historia de Nicaragua comenzó su movimiento en silencio, escoltados al frente y a los lados por un contingente de policías y miembros de la seguridad del estado sandinista.
Me tocó sentarme en las primeras filas del bus, así que tenía una vista clara a través del vidrio delantero. En medio de la oscuridad de esa madrugada, la caravana se alejaba del complejo de tortura y cárcel del Chipote, descendiendo lentamente por el camino de acceso hacia un caserío que culminaba en el memorial Sandino.
Pasábamos en completo anonimato por la sub-urbana, el río de buses y patrullas exhibían sus armas que portaban hasta en los dientes, siguiendo recto hacia el lago hasta la rotonda del periodista. Luego, tomamos rumbo a los semáforos de Enel y avanzamos por la avenida Bolívar, donde se encontraba el edificio confiscado de 100% Noticias.
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Con casi nadie en las calles, solo algunos vehículos obligados a detenerse, continuamos hasta encontrarnos con el antiguo cine González.
Observando que todos los buses seguían en fila, le dije a mi compañero de asiento: "Hombre, no nos van a llevar a las casas. Aquí solo quedan dos escenarios. La Modelo o el aeropuerto".
La caravana se dirigía sobre la dupla en la carretera norte, en su camino primero estaba el aeropuerto y al final Tipitapa, donde queda el sistema penitenciario. En ese momento, el murmullo entre los presos aumentó, obligando a los carceleros a gritar exigiendo silencio.
El tramo entre el antiguo cine González y el aeropuerto, de unos 9 kilómetros, fue de infarto.
Por experiencia propia en mi primera reclusión de seis meses en 2018, sabía lo que significaba estar en máxima seguridad en la Modelo.
Las condiciones inhumanas eran brutales: celdas que parecían tumbas de concreto, sucias, llenas de animales, inodoros insalubres con agujeros de desagüe tapados, una pesadez de concreto que te hacía explotar el pecho en medio de un ambiente de fetidez eterno.
¿Acaso Íbamos a cumplir ahí los 13 años de cárcel que los policías, fiscales y jueces sandinistas, por orden de los dictadores, nos habían condenado de forma injusta e ilegal? Me pregunte.
El silencio dentro del bus se podía cortar con un machete sarroso.
Estábamos a unos metros de llegar a la entrada del aeropuerto. Desde mi posición en la parte frontal del tercer bus, pude observar cómo las luces de las patrullas giraban hacia la derecha ingresando al aeropuerto. "Nos sacan del país, hermano. Nos exilian. Y ahora la pregunta es: ¿a dónde?", le susurre a quien estaba sentado en silencio a mi lado.
La caravana entró por los portones de las Fuerzas Aerea y se dirigió directamente a la pista del aeropuerto. Los policías de pie bloqueaban la vista por la parte frontal y las ventanas, manteniendo los pasillos oscuros como para darle más teatralidad al momento.
Mientras esperábamos, imaginé que toda la caravana estaba en posición y que se procesaba a los que estaban delante de nosotros en ese momento pareció un oficial con una tabla y libreta en mano, auxiliado por otro con la lámpara del celular, acercándose uno a uno para presentarnos una hoja de papel bond con dos o tres párrafos cortos que debíamos completar con nuestros nombres y firmar.
Que mas o menos dacia lo siguiente:
"Yo ________ estoy de acuerdo con salir del país hacia los Estados Unidos por libre y espontánea voluntad y no coaccionado. Firma".
Le pregunté al oficial: "Mire, ¿y si no estoy de acuerdo, qué pasa?".
"Pues te llevamos a la Modelo. No hagas otro escándalo, Mora, firma y ya".
"Pues sí, lo pone de esa manera".
El velo se había caído. Mi segunda etapa como preso político estaba llegando a su fin. "Dios escuchó nuestras oraciones y las de nuestras familias y amigos, y si así lo dispuso, así será", pensé al firmar el papel de mi destierro. Procedieron a quitarme las esposas y me condujeron a la puerta de salida.
Lo primero que vi fue ese gran cielo negro, que servía como bóveda de las escasas luces de la pista del aeropuerto. Bajando del bus con las manos libres, los policías por primera vez en casi dos años, no me siguieron.
Frente a mí, un grupo de diplomáticos norteamericanos, muchos de ellos sentados en la pista con cajas que parecían contener un montón de documentos. Uno de ellos, a paso rápido, se acercó, me abrazó y me dijo: "Bienvenido, Don Miguel, a la libertad. Por favor, pase con las muchachas para que confirme si su pasaporte está en regla".
Experimenté alegría y una inmensa tristeza al pensar en Verónica y mis hijos, en mi madre y toda mi familia. Mi hogar.
“Ser preso político en Nicaragua es ser torturado todo el tiempo porque para ellos sos su enemigo a muerte. No sos nadie, no tenés derecho a nada", reflexioné mientras las funcionarias del Departamento de Estado, descifrando la expresión en mi rostro, con palabras de hermandad, me decían: "Tranquilo, ya terminó, aquí estamos para ayudarles. Este es su pasaporte, Don Miguel. ¿Su nombre completo es Miguel De los Ángeles Mora Barberena?". "Sí".
"Ok, por favor, suba al avión. Y bienvenido a los Estados Unidos".
Como en cámara lenta, caminé esos metros que me llevaban hasta la escalinata del inmenso y moderno avión que se destacaba en la pista. Era grandísimo, subí y me costó hacerlo, no solo emocionalmente sino también físicamente. Era como un sueño, era como estar viviendo una película.
Antes de ingresar a la cabina, me di la vuelta y pude apreciar la larga fila de buses y patrullas de la cual había sido parte de esa histórica caravana del exilio.
Dios lo hizo de repente y de forma espectacular.
Eramos 222.
Extracto del libro Platica de presos de Miguel Mora.
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