La historia no camina para atrás, la guerra desatada por Ortega
Ortega y Murillo olvidan que la historia no camina para atrás. En la cúpula del poder persiste el miedo a perderlo todo
Oscar René Vargas
En los años treinta del siglo pasado (XIX), diferentes intelectuales alemanes comprendieron bien el proceso de “décivilisation” (término francés que podría traducirse en español como “descivilización”), que designa el proceso de destruir anímicamente al individuo para fundirlo en una masa zombi por la estrategia de la violencia creciente, como sucedió en la Alemania de Hitler.
Desde el 2007, Ortega ha querido transformar al ciudadano “de a pie” en un ser sin memoria, sin red, sin tejido social, sin facultad cognitiva y que el individuo se obligado a disolverse en una masa amorfa y que aprenda a aullar como los lobos mafiosos para no ser devorados por ellos. El objetivo es la conversión de este proceso de masificación sea un recurso que le permita consolidar su permanencia en el poder y la sucesión dinástica.
Para alcanzar el objetivo de la sucesión dinástica, Ortega ha implementado las mismas tácticas desde el 2007: aniquilar cualquier disidencia sociopolítica, a cualquier precio y por cualquier medio, incluido la represión contra todos y contra de todo, sostener la alianza con el gran capital y obtener la complicidad por medio del soborno de los políticos tradicionales corruptos.
Al orteguismo no le gusta la gente que se esfuerza, que piensa ya que no soportan la libertad, la apertura, la alegría y la democracia. Para imponerse infunden terror porque tienen miedo. Cada vez que Ortega advierte una amenaza sociopolítica opta por una repuesta represiva. El último contraataque se gestó contra la iglesia católica y desembocó en el exilio de 27 sacerdotes. A su expulsión se sumaron también la confiscación de bienes. El aparato dictatorial suele recurrir a la represión, en los momentos más críticos, con el objetivo de movilizar a sus bases y a la construcción de un relato. El régimen no parece temer a una represalia contundente de Estados Unidos ni de la Unión Europea, al mantener su maquinaría represiva.
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En Nicaragua, la contienda política ha devenido en una sucesión interminable de asesinatos de campesinos e indígenas, encarcelamiento de opositores y negociaciones políticas ficticias para acallar las protestas y crear la ilusión de que la salida de la crisis se logrará a través de elecciones. Todas estas acciones aparecen condicionadas por las ansias de permanecer en el poder al asumir la lógica de “el poder o la muerte”.
Así lo ha dejado bien claro Ortega en sus últimos discursos y en las leyes aprobadas por la Asamblea Legislativa –controlada por Ortega-, es decir, ha apostado por seguir en la estrategia de lograr el aniquilamiento de cualquier veleidad sociopolítica. Incluso al coste de un mayor aislamiento internacional, y, por supuesto, de la vida de cualquier nicaragüense que ose desafiarlo en las calles.
La lógica de “el poder o la muerte” implica que cualquier policía o paramilitar debe destruir metódicamente cualquier protesta social por mínima que sea para evitar la conformación de un contrapoder que amanece su permanencia en el poder. Son docenas de miles que han tenido que emigrar por la represión y el desempleo, centenares que se encuentran en las cárceles, miles en el exilio y otro tanto son asediados en sus casas.
Desde el 2018 a la fecha han sido asesinados más de 500 personas por protestar pacíficamente en las calles de las ciudades y en el campo, centenares de periodistas e intelectuales han sido obligados a salir del país con el objetivo de obstruir la labor de los medios independientes, silenciar la información y el análisis crítico. Todo parece indicar que la represión todavía no ha alcanzado un punto de inflexión. La situación de los derechos humanos es precaria e insostenible mientras se ha incrementado la represión en contra del último poder fáctico –la iglesia católica- no controlado totalmente por Ortega.
Desde la crisis de abril de 2018, la dictadura ha tenido el respaldo/apoyo del ejército, la policía y los paramilitares; igualmente ha gozado de la complicidad de los políticos tradicionales corruptos y el silencio cómplice de la mayoría de los grandes empresarios y banqueros favorables al “capitalismo de amiguetes”. Todos ellos apoyando activa o pasivamente la aniquilación de la disidencia a cualquier precio, lo que facilita la sucesión dinástica.
Los más ricos entre los ricos declaran no tener preferencias, compromisos ni afectos ideológicos o partidarios (aunque se inclinan por la cúpula de la “familia” en el poder con tal de preservar los buenos negocios), pero sí tienen intereses muy concretos a cambio de los favores económicos, de tal suerte que para ellos no se trata de un aval, sino de una inversión para obtener regalías y exoneraciones.
La contumacia ciega y sorda de la represión “tout azimut” en curso es la envoltura, que no oculta los intereses económicos y políticos del “capitalismo de amiguetes”, que se hace en su propia defensa. La realidad del momento actual, que es el método preferido por los poderes fácticos, creen, de esa manera, proteger sus intereses y su poder, y, su objetivo es ampliarlos sin tregua: deben por eso poner a raya a “los de abajo”, estén donde estén. En la estrategia de la sucesión dinástica no es extraño que “los de arriba” guarden un silencio aprobatorio.
El “capitalismo de amiguetes”, desde hace tiempo, está imposibilitado de proveer las satisfacciones básicas al conjunto de la población, más aún, funciona aplastando la vida de los más pobres del país. El “capitalismo de amiguetes” es irreformable. Las leyes no funcionan como instrumento de convivencia social. Son, en lo fundamental, instrumentos de dominación del círculo íntimo de poder, los más fuertes aplastan a “los de abajo”.
El incremento de la precariedad social, el desempleo, la represión, el encarcelamiento de ciudadanos y la persecución a la iglesia católica no son en sí mismas un fin sino los medios que el régimen despliega para someter a la población a la parálisis social y crear las condiciones para que la sucesión dinástica y/o las elecciones del 2026 se realicen “en frío”, sin revuelta sociopolítica, y, por un “efecto domino” favorecer la tendencia pro-orteguista al interior de la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN).
Mientras Ortega avanza en su plan dinástico, la comunidad empresarial regional permanece en silencio cómplice, los gobiernos centroamericanos vuelven a ver a otro lado ante la catástrofe humanitaria que vive el pueblo nicaragüense. Al mismo tiempo, la mayoría de los países latinoamericanos tampoco se pronuncian por la deriva dictatorial del régimen Ortega-Murillo. Por su lado, Estados Unidos y la Unión Europea condenan las acciones de la dictadura e implementan sanciones inefectivas, mientras siguen apoyando préstamos al régimen en los organismos financieros internacionales.
En resumen: El objetivo central de Ortega no cejará hasta alcanzar la eliminación política y/o física de cualquier opositor, disidente u obstáculo legal hasta alcanzar/asegurar la sucesión dinástica. Con ese objetivo ha logrado someter al poder fáctico de la iglesia católica y favorecer la tendencia pro-orteguista al interior de la CEN.
Si no se logra un cambio en la correlación de fuerzas política los actuales presos/presas políticas permanecerán en las cárceles por mucho tiempo y los exiliados no podrán regresar al país.
Aún queda mucho trabajo por hacer para alcanzar la fractura de los pilares de sostenimiento de la dictadura. Para cambiar las cosas es necesario que los estados mayores de los liderazgos políticos opositores adopten la estrategia de alimentar las termitas con el objetivo acelerar/fracturar esos pilares de sustentación del régimen con el fin de acelerar el proceso de implosión en desarrollo del régimen.
La sociedad nicaragüense está dominada por la desesperación de los desempleados, por la extrema pobreza de los adultos mayores debido a la raquítica pensión que reciben, por la angustia de los empresarios medios por los enormes impuestos, por el empobrecimiento de la clase media; todo lo anterior produce incertidumbre y miedo en la gran mayoría de la población de cara al futuro. Miedos capaces de engendrar/producir, en la mayoría de la población, a tomar riesgos inimaginables y generar un “cisne negro” (un hecho imprevisto) capaz de mandar al traste a la dictadura.
La dictadura se encuentra enfrascada en incrementar el miedo, utilizando la represión, para paralizar a la población, buscando como evitar un “cisne negro”. La dictadura apuesta por enardecer/avivar la incertidumbre y el miedo para insular/aislar a los diferentes actores sociopolíticos, ya que tienen la convicción de que sólo es posible su sobrevivencia en el poder generando miedo que impida/sortee el desarrollo del proceso de implosión. Ortega y Murillo olvidan que la historia no camina para atrás. En la cúpula del poder persiste el miedo a perderlo todo.
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